Diálogo con Carlos Reyes, estudiante de Medicina: ¿Por qué es tan distinto el Dios del Antiguo respecto al del Nuevo Testamento?  Parecerían dos “dioses” distintos. Comprendo perfectamente tu pregunta. Usando argot médico, podría decirse  que si fuera una única persona daría la impresión de esquizofrenia, o por lo menos de bipolaridad. 

Hace algún tiempo me preguntabas: ¿por qué es tan distinto el Dios del Antiguo respecto al del Nuevo Testamento?, parecerían dos “dioses” distintos. Usando argot médico, podría decirse que si fuera una única persona daría la impresión de esquizofrenia, o por lo menos de bipolaridad. En efecto, el “Dios que es Amor” (1 Juan, 4, 8), que se compadece de los pecadores y los perdona, o que quiere que los niños se acerquen a Él, poco tendría que ver con un Dios que amenaza con su ira, castiga o condena a sus enemigos al “anatema”, es decir, a la completa aniquilación.

No es nuevo este planteamiento. Ya en la primitiva cristiandad estuvo muy presente, de hecho, la primera herejía ampliamente difundida, el gnosticismo del siglo II, tuvo varias versiones caracterizadas por esta idea: un maniqueísmo, un principio bueno que lucha contra otro malo, el Dios del Antiguo Testamento que está en pugna con el del Nuevo, el de la Ira y la Justicia que se enfrenta al del Amor y la Misericordia.

La respuesta tiene dos vertientes. Una que busca matizar la radicalidad de ambas afirmaciones, la segunda pone el acento en la clave hermenéutica de la Biblia, es decir, su llave de lectura y su guía para una correcta comprensión e interpretación. Comencemos desarrollando esta segunda idea.

at

Desde el punto de vista religioso, la Biblia es un libro muy particular porque, a diferencia del resto de los libros que se han escrito o se escribirán, es el único que está inspirado por Dios; es decir, tiene a Dios por autor junto con los autores humanos o hagiógrafos. No es como un libro que está firmado por dos autores o por una colectividad de los mismos, sino que en todo se debe a Dios y, al mismo tiempo, a cada autor o tradición redaccional, según sea el caso (a veces más que una persona, se trata de una comunidad, extendida a lo largo del tiempo, la autora de algunas partes de la Biblia).

Desde la perspectiva de los autores humanos, es un libro en el que hay metidas multitud de manos. No solo por ser muchos libros, sino porque muchos de ellos se basan en tradiciones precedentes que se pierden en el pasado. Lo maravilloso es que, en todo ese largo y delicado proceso, sujeto a todo tipo de vicisitudes y avatares, el Espíritu Santo ha estado acompañando y guiando cada paso hasta llegar a la redacción final, de la cual nosotros disfrutamos. Es decir, es un libro que precisa, necesariamente, para su correcta comprensión, una perspectiva de fe.

Pero, por eso mismo, por tener muchas manos y redactarse a lo largo de muchos siglos, y esto hace milenios, es un texto que humanamente está abierto, como todo texto, a multitud de interpretaciones, infinitas podríamos decir. Reclama, en consecuencia, una interpretación auténtica, oficial, pues en caso contrario, simplemente podríamos estar seguros de que la nuestra necesariamente no coincide con la original. Los horizontes de interpretación son radicalmente diversos; el mundo de hoy es profundamente diferente del mundo en el que se redactó la Biblia.

La misma Biblia nos revela su clave de lectura. Jesucristo dice taxativamente a Pedro: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en el cielo” (Mateo, 16, 19). Es decir, deja la autoridad de Pedro, de la Iglesia, como guía para la correcta comprensión de lo que quiere transmitir Dios con su Escritura.

Por eso, la misma Biblia nos revela su clave de lectura. En el capítulo 16 del Evangelio según san Mateo, Jesucristo dice taxativamente a Pedro: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en el cielo” (Mateo, 16, 19). Es decir, deja la autoridad de Pedro, de la Iglesia, como guía para la correcta comprensión de lo que quiere transmitir Dios con su Escritura.

sp

Poco más tarde, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, inmediatamente posterior a los Evangelios y auténtica bitácora de la primitiva Iglesia, que forma parte del Nuevo Testamento y por lo tanto de la Biblia, se contiene, en su capítulo 15, el primer concilio de la historia: el Concilio de Jerusalén. Es importante, entre otros motivos, porque forma parte de la revelación escrita, es decir, de la Biblia, dejando en ella constancia del ejercicio de la función del Magisterio de la Iglesia; de cómo los apóstoles y presbíteros se reúnen para aclarar una cuestión que no estaba completamente esclarecida, y como tienen la conciencia, al comunicar las conclusiones, de que “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponeros más cargas que las necesarias” (Hechos 15, 28). Expresa la conciencia que tenía la primitiva Iglesia de que su jerarquía gozaba de la asistencia del Espíritu Santo y podía decidir de forma vinculante qué formaba parte de la revelación y qué no.

El Concilio de Jerusalén es importante porque forma parte de la revelación escrita, es decir, de la Biblia, dejando constancia del ejercicio de la función del Magisterio de la Iglesia; de cómo los apóstoles y presbíteros se reúnen para aclarar una cuestión que no estaba completamente esclarecida.

Con esos antecedentes bíblicos, podemos afirmar, sin temor a que sea una abusiva extrapolación, que corresponde al Magisterio de la Iglesia explicar el sentido de los textos. Más amplio que el Magisterio, es a la Iglesia misma, como algo vivo que es. La Palabra alimenta continuamente a la Iglesia, que de ella vive. Al Magisterio le corresponde solo señalar cuando una interpretación está claramente en contra del sentido querido por el Espíritu Santo y marcar las grandes líneas de la comprensión correcta de esa Escritura.

Así, desde la fe, cualquier persona puede leer la Biblia y alimentar su oración, su diálogo con Dios y su vida, sin esperar una validación extrínseca de ninguna autoridad religiosa. Esta última intervendrá solo si alguien difunde públicamente una interpretación que no está en armonía con la gran tradición viva de la Iglesia, para señalarla como inauténtica. Cada quien es libre de sacar las conclusiones que desee, pero la Iglesia también es libre de señalar aquellas que no comulgan con su doctrina, y por lo tanto no son conformes a las enseñanzas de Jesucristo.

Toda la Biblia se lee a la luz de Jesucristo. Existe además una profunda unidad espiritual entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues ambos tienen por autor al mismo Dios.

Dentro de esas líneas maestras que propone la Iglesia para la interpretación de la Escritura hay una central: toda la Biblia se lee a la luz de Jesucristo. Existe además una profunda unidad espiritual entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues ambos tienen por autor al mismo Dios. La clave hermenéutica, es decir, de interpretación de toda la Escritura, es Cristo. La Biblia me habla fundamentalmente de Jesús, que es el Verbo, la Palabra del Padre, la única Palabra, que no tiene otra, en expresión de san Juan de la Cruz.

Todo en la Biblia ha de leerse a la luz de Jesús, de su vida y su doctrina. San Agustín lo dirá de una manera muy sintética: “El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo está patente en el Nuevo” (In vetere Testamento novum latet, in novo vetus patet). Todo lo que no vaya de acuerdo a las enseñanzas de Jesús debe ser desechado o, mejor dicho, se debe buscar el modo de hacerlo compatible con las mismas.

Una vez señalado que el criterio de interpretación auténtica viene dado por el Magisterio de la Iglesia, y que este criterio encuentra la unidad de toda la Escritura en Jesús, se puede proceder a la segunda parte de la explicación, es decir, a matizar y contextualizar las diferencias entre el Dios del Antiguo y el del Nuevo Testamento.

Ni el Dios del Antiguo es “tan cruel” como parece, ni el Nuevo tan “acaramelado” como alguno se imagina.

Ni el Dios del Antiguo es “tan cruel” como parece, ni el Nuevo tan “acaramelado” como alguno se imagina. El Dios del Antiguo testamento está centrado, dicho mal y pronto, en dos cosas: en su pueblo (el pueblo elegido, el pueblo de Israel) y en que no caiga en la idolatría. Busca proteger a su pueblo de sus enemigos y principalmente de la idolatría. Y eso prevalece sobre toda otra consideración. Pero cuando se refiere a su pueblo, su lenguaje es, con bastante frecuencia, de misericordia, perdón, ternura y amor. Por ejemplo, un salmo repite, incesantemente, “porque eterna es su misericordia.” (Salmos 135 y 117). Copio, al azar de un salmo (103) otro ejemplo: “Él, que todas tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te colma de amor y de ternura (…). Clemente y compasivo es Yahveh, tardo a la cólera y lleno de amor (…). No nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas (…). Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen”. Por tanto, es una simplificación referirse al Dios del Antiguo Testamento como cruel, inhumano, o sencillamente decir que nada tiene que ver con el del Nuevo.

exo.png

Por su parte, el Dios del Nuevo Testamento, Jesucristo, también habla del castigo, de la gehena o lugar del fuego inextinguible, “donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Marcos 9, 48). Tiene una ira santa, por la que echa a los mercaderes del templo, y un carácter fuerte hasta el punto de que discute con escribas y fariseos llamándoles “raza de víboras” o “sepulcros blanqueados” (Cfr. Mateo, 23) o, sencillamente, ante la escasa fe de sus discípulos se lamenta “hasta cuando tendré que soportaros” (Marcos 9, 19).

Ahora bien, es cierto que algunas partes del Antiguo Testamento nos parecen en exceso violentas, máxime cuando es Dios quien ordena esa violencia (Josué 6, 21: “Consagraron al anatema toda la ciudad, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos, a filo de espada”). No en vano algunas personas han perdido la fe por leer la Biblia (y no entenderla), o la consideran un libro violento, que justifica la violencia o el genocidio (como en el caso de Jericó, apenas citado). Un ejemplo tristemente popular es la novela Caín de José Saramago, que hace hincapié en esta supuesta inconsistencia. Por este motivo, entre otros, la Iglesia no recomendaba la lectura directa de la Biblia durante la Edad Media. Es verdad que la gente no sabía leer pero, además, su comprensión adecuada requiere una conveniente preparación, para no sacar precipitadas conclusiones erróneas o escandalizarse de algunos paisajes aislados.

Hay que entender la Biblia en su conjunto, no separar ambos testamentos, sino unirlos en la figura amable y admirable de Jesús, la cual eleva la altura moral del hombre hasta cimas insospechadas, nunca antes ni después alcanzadas en la humanidad.

Ante ello hay que decir, en primer lugar, lo mencionado más arriba: hay que entender la Biblia en su conjunto, no separar ambos testamentos, sino unirlos en la figura amable y admirable de Jesús, la cual eleva la altura moral del hombre hasta cimas insospechadas, nunca antes ni después alcanzadas en la humanidad. En segundo lugar, hay que tomar nota del carácter pedagógico de la revelación. Es decir, Dios se manifiesta no como un monolito caído del cielo, o como una verdad eterna e intemporal que nos toca a nosotros descifrar progresivamente. Dios, por el contrario, se va manifestando progresivamente ciñéndose a las limitaciones de los hombres, directos receptores de su mensaje, aunque su mensaje esté llamado a ser intemporal, a perdurar generación tras generación.

Esto último se conoce como “kénosis” o “abajamiento” de Dios, en el sentido de que se pone a la altura de pueblos muy primitivos, y sirviéndose de su lenguaje y costumbres primitivas, va revelando poco a poco su verdad. La revelación es, entonces, progresiva, y se sirve de medios humanos muy limitados para realizarse, hasta alcanzar su plenitud en Jesucristo.

Las limitaciones a las que se somete la Palabra de Dios son tanto del lenguaje (es mucho más pobre verbalmente respecto a las lenguas modernas) y a las costumbres bárbaras de sus primeros destinatarios. La maravilla es que, a pesar de todas esas limitaciones, consigue transmitir un contenido de esperanza que sigue alimentando el alma de generaciones y generaciones al paso de los siglos. Pero siempre cabe la tentación de tomar alguna parte aislada de la Biblia, sacarla del contexto en el cual adquiere sentido, y utilizarla como herramienta para producir un estudiado escándalo farisaico.

En resumen, la Biblia debe leerse benignamente, con una mirada de fe, con visión sobrenatural. Si me acerco críticamente a ella, encontraré multitud de pretextos para justificar mi escándalo, pero también daré muestras de que no tengo un verdadero interés por comprenderla, pues no recurro a su clave de lectura, sino que la utilizo para justificar mi vida o para desprestigiar a la religión.