Diálogo con Adrián Daza, alumno de Derecho: ¿Por qué bautizar a los niños?, ¿no es mejor esperar a que ellos crezcan y libremente decidan?
Cada vez es más frecuente escuchar tu pregunta. Se siente en el ambiente incluso una especie de presión, quiero pensar que inducida, para no bautizar a los niños y “respetar así su libertad”. Lo de “inducida” no es broma, ni delirio de persecución, ni “hipótesis del complot.” Desde hace algún tiempo, algunas ONG presionan en la ONU para que se tipifique la enseñanza de religión a los niños como una forma de abuso hacia ellos, pues se les impone una determinada creencia, cuando carecen de los elementos de juicio para elegir por ellos mismos.
Bautizar a los niños, llevarlos a misa o a catequesis sería entonces una forma de violencia hacia ellos, o por lo menos de manipulación, y el Estado debería evitar que eso suceda. Ello, por lo pronto, ya es una realidad en China, donde se ha prohibido llevar a los niños a Misa; y ya sabemos todos lo que le importan los derechos humanos al gigante chino. Pero a las democracias secularistas occidentales les falta tiempo y argumentos para seguir el mismo camino.
Bautizar a los niños, llevarlos a misa o a catequesis sería una forma de violencia, o por lo menos de manipulación, y el estado debería evitarlo.
Ahora bien, toda esta cuestión me parece una abstracción, hábilmente manejada para imponer de facto un ateísmo de estado. Es decir, imponer por la vía de los hechos un ateísmo práctico, amparado en el Estado y en la supuesta defensa de los derechos del menor. ¿Por qué digo que es una abstracción? Porque maneja una noción de libertad abstracta y no real. La realidad es muy distinta de como la presenta este planteamiento teórico.
Me explico. Para comenzar, hay que sentar un principio básico e incómodo en su formulación: nuestra libertad no es absoluta, sino que está situada. ¿Qué quiere decir eso? Es simple: ninguno de nosotros elegimos vivir, fuimos arrojados a la existencia en contra de nuestra voluntad, nadie nos preguntó si lo deseábamos o no. No elegimos tampoco el país en el que nacimos, ni la época, ni nuestra familia. Tampoco nuestro sexo, ni nuestra estatura, ni el color de nuestra piel o nuestros ojos, tampoco nuestra inteligencia, y un largo etcétera. Es decir, comenzamos a decidir ya con mucho camino recorrido, muchas cosas no las hemos decidido, y bien miradas, no constituyen ningún agravio, ninguna traba, más bien todo lo contrario, vienen a ser una conveniente propedéutica para que comencemos a decidir por nosotros mismos, con un mínimo de criterio y de puntos de referencia.
Es una abstracción porque olvida que el ser humano es por naturaleza histórico y social. Está situado en un contexto cultural, del cual no puede prescindir, desde el cual se asoma al mundo y comienza a decidir. Ese contexto le revela su origen, su identidad, le ayuda a comprender quién es él en realidad, presupuesto básico para tener alguna orientación o referencia a la hora de elegir.
El ser humano es por naturaleza histórico y social. Está situado en un contexto cultural, del cual no puede prescindir, desde el cual se asoma al mundo y comienza a decidir.
Por ello es insustituible el papel de los padres, y cuando faltan, el estado realiza su misión muy limitadamente, nunca será lo mismo. Nuestros padres decidieron nuestro nombre, nos introdujeron en una cultura, la suya, nos proporcionaron una identidad, la cual está conformada por la lengua, la nación, y también la religión, que viene a ser, la mayor parte de las veces, el corazón de una cultura. Es verdad que no somos propiedad de nuestros padres, ni estamos obligados a seguir el guion por ellos prefijado, pero sin su invaluable labor de orientarnos, estaríamos simplemente perplejos, inmersos en un mar infinito de posibilidades, sin tener claro ningún motivo para elegir un camino u otro. La paradoja de esa ausencia nos conduciría a la inmovilidad, al no-uso de la libertad, no a su desarrollo sin restricciones. Esto no es una aseveración gratuita. Ya se demostró falsa la teoría de Rousseau, de que el hombre es un buen salvaje y es la sociedad quien lo corrompe. Lo muestra el cruel experimento de Federico II Hohenstaufen, que mantuvo fuera del influjo de la sociedad a una treintena de niños. Solo los alimentaban, pero no entablaban ningún otro tipo de contacto con ellos, ni lingüístico ni afectivo; todos murieron.
Es una abstracción también porque parte de una noción errónea del hombre, de la persona, un punto de partida irreal. Nuevamente, no somos puntos libres, absolutamente independientes de nuestro entorno, en busca de su realización y la satisfacción de todos sus deseos. Somos personas insertas en una sociedad, seres históricos, con una importante componente biológica. Eso quiere decir, entre otras cosas, que no se aprenden las cosas igual a los cinco, a los veinticinco o a los cincuenta años. No es lo mismo enseñar religión a esas edades. Quizá a los cincuenta años tenemos ya un criterio formado, pero no aprendemos de la misma forma. El vacío dejado por la religión ya ha sido llenado por otros, ¿por quienes?, presumiblemente, por aquellos que desean quitar la religión de la infancia.
El vacío dejado por la religión sería llenado por otros, ¿por quienes?, presumiblemente, por aquellos que desean quitar la religión de la infancia.
Con ese criterio –de no enseñar la religión a los niños hasta que tengan criterio para decidir- no deberíamos enseñarles ningún idioma. ¿Por qué transmitirles el español? Los estamos violentando, quizá ellos prefieran el inglés, que es más práctico en el resto del mundo, o el francés, porque suena más bonito. ¿Por qué transmitirles una cultura?, ¿por qué decirles: “eres peruano”, o “eres mexicano”? Quizá ellos prefieran ser estadounidenses o chilenos. Hay que esperar a que libremente elijan el idioma o la nacionalidad que desean tener…
Alguien podría argumentar: “hay que enseñarles cosas útiles, y la religión no lo es.” Efectivamente, muchos piensan que es preferible enseñar idiomas, matemáticas o programación. Es claro que dichos conocimientos son fundamentales para abrirse camino en el mundo de hoy. Pero no necesariamente son “más importantes” que la religión. Son “más útiles” para insertarnos en esa gigantesca e impersonal maquinaria de producción que es la sociedad, pero lo son menos para revelarnos nuestra identidad, el sentido de nuestra vida, o explicarnos la realidad del dolor, del sufrimiento o de la muerte, todas ellas, sobra decirlo, compañeras infaltables de la existencia humana.
Pero, ¿no deberíamos transmitir exclusivamente conocimientos científicos bien cimentados? ¿Qué quiere decir eso? Hace poco más de un siglo estaba “bien cimentado” que, obviamente, todos los cuerpos en el espacio se movían a través del éter… pero no es así. Los conocimientos científicos siempre son provisionales, y nunca nos muestran el sentido de las cosas, sólo cómo funcionan.
La religión viene a ser con frecuencia el alma de una cultura. Proporciona una identidad. Nos revela el sentido de la vida y del mundo, nos otorga una brújula fundamental para vivir y para afrontar los desafíos de la existencia. No se entiende la historia, ni el arte, ni siquiera la urbanización de una ciudad sin los elementos religiosos. Las fiestas populares, los días feriados, multitud de expresiones lingüísticas y un lago etcétera, tienen contenido religioso. No se puede rechazar lo que no se conoce, para rechazar la religión, con fundamento, primero hay que conocerla.
La religión viene a ser con frecuencia el alma de una cultura. Proporciona una identidad. Nos revela el sentido de la vida y del mundo, nos otorga una brújula fundamental para vivir y para afrontar los desafíos de la existencia.
Una abstracción, en fin, porque cada padre o madre, que verdaderamente lo es, busca transmitir lo mejor de lo que tiene a sus hijos. Y si para unos padres la religión es importante, sea esta la que sea, están en su derecho de transmitírsela a sus hijos. ¿Por qué? Porque ellos los trajeron al mundo, ellos los alimentan, ellos los educan y los cuidan cuando enferman. Porque los quieren. Si su experiencia con la religión ha sido buena, se la transmitirán, si no ha sido buena o no han tenido, no lo harán. En cualquier caso, la condición social del hombre, hace que dependa de sus padres para su desarrollo, sin que ello conlleve ningún agravio, más bien todo lo contrario.
La religión aprendida de labios de nuestras madres y en la infancia es un tesoro invaluable, del que nadie nos debe privar, por ningún pretexto teórico o ideológico. Luego ya creceremos, tendremos elementos de juicio, valoraremos como un tesoro lo que nuestros padres nos hayan dado, y tomaremos nuestras propias decisiones siguiendo nuestro propio camino. Otra cosa sería permitir una inadmisible intromisión del Estado en la vida personal de los ciudadanos, así como dejarle espacio libre para que reescriba y reinterprete la cultura, la historia y la idiosincrasia de un pueblo
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