Publicado en La abeja, el 4 de junio de 2018.

Pienso que todos en el Perú estamos dolidos por el triste fallecimiento de Eyvi. La ola de indignación generalizada por la violencia en contra de la mujer es la lógica consecuencia cuando contemplamos, impotentes, cómo no pudo sobrevivir a la horrenda agresión. Personalmente, en la mañana, ofrecí la celebración de la santa Misa por su eterno descanso. Era lo mejor, en realidad, lo único que le podía dar. Pero creo que todos, como sociedad, podemos hacer que su sacrificio no sea infecundo.

No está muy claro que la solución sea la planteada por el Congreso: “cadena perpetua y castración química para los violadores de menores”. Quizá no han ido a las cárceles (yo sí lo he hecho) y no se han dado cuenta de que están saturadas. Quizá no han ido a los hospitales y no han observado a la gente honesta y sencilla que no tiene dinero para sus tratamientos, por lo cual, no parece muy justo otorgárselos a un delincuente. Además, en casos como el de Eyvi, no se aplica, pues no era menor de edad. Obviamente, es necesario un endurecimiento de la pena contra quien agrede a la mujer para desincentivar estos crímenes, pero siempre queda en el aire la duda de si no estamos llegando tarde. Como dice el refrán popular: “Muerto el niño tapamos el pozo”; es decir, somos más reactivos que previsores.

La ola de indignación generalizada por la violencia en contra de la mujer es la lógica consecuencia cuando contemplamos, impotentes, cómo no pudo sobrevivir a la horrenda agresión.

No solo se trata de que lleguemos tarde y nos quedemos tranquilos pensando que bastan las penas duras para acabar con estos despreciables crímenes, también queda la duda de si no hay algunos que lucran políticamente con la tragedia ajena. Como se dice vulgarmente, aprovechan para “jalar agua para su molino”. Ciertamente, da repugnancia, cuando no asco, el que alguien instrumentalice el dolor injustamente sufrido de una pobre mujer, como carta política para legitimar un pliego petitorio que va mucho más allá de reclamar justicia. Eso sucede cuando la muerte de Eyvi se esgrime contra algún partido o a favor de otro. En realidad, este irracional dolor debería ser la ocasión de que todos nos unamos y, en vez de intentar hacer justicia con las vísceras —que termina siendo una sutil forma de venganza con ropajes de legitimidad jurídica— la hagamos con el cerebro, pensando, yendo a las causas.

Pero ir a las causas es más incómodo, pues no basta ensañarse comprensiblemente con el injusto agresor, sino que requiere cambiar de patrones culturales. ¿Cuáles serían estos patrones? El permisivismo y libertinaje sexual que conducen a ver a la mujer como un objeto e incapacitan para poner freno a las propias ansias de satisfacción. Ahora bien, eso es muy difícil porque el sexo, la explotación e instrumentalización de la mujer son un gran negocio y porque implica asumir una serie de valores morales en la educación, considerados anticuados por muchos.

De alguna forma, todos compartimos parte de la culpa, pues vivimos en una sociedad que ha legitimado por vía práctica esa costumbre que convierte a la mujer en objeto y a los hombres en esclavos de sus instintos.

Hace casi 30 años fue condenado a muerte en Estados Unidos Ted Bundy, violador y asesino serial. Un día antes de su muerte concedió una entrevista. En ella reconoció que merecía el castigo e imploraba perdón a las víctimas y a sus familias por todo el dolor infringido. Pero denunciaba también a quien de alguna forma es causante y no carga con ningún peso de la pena: la industria pornográfica. Bundy testimoniaba que él había sido siempre una persona tranquila, pero que su encuentro precoz con la pornografía fue fatal, orillándole primero a consumir pornografía violenta, más tarde a llevar a la práctica lo que veía, intentando cubrir su culpa asesinando a la víctima. Su mensaje era sencillo: la pornografía no es inocua.

Volviendo al caso de Eyvi, es duro aceptarlo, pero de alguna forma todos compartimos parte de la culpa, pues vivimos en una sociedad que ha legitimado por vía práctica esa costumbre que convierte a la mujer en objeto y a los hombres en esclavos de sus instintos. Unida a ella va toda una industria de “entretenimiento”, que nada tiene de inocente, sino que se va haciendo cada vez más sórdida, llegando a la trata de personas y el abuso de menores. Esperemos que el sacrificio de Eyvi nos dé valor y fortaleza para ir a las raíces del mal, y no nos contentemos con cortar algunas ramitas del árbol para cauterizar nuestra conciencia, pues si solo “las podamos”, rebrotarán más vigorosas.