Tristemente se están difundiendo algunas formas de vivir el catolicismo a las que podríamos calificar de integristas o fundamentalistas. Estas se manifiestan en maneras muy cerradas de vivir la fe, en las que se multiplican las prohibiciones, y en las que se recela de muchas realidades presentes en el mundo, a las que apresuradamente se califica como demoniacas.
¿A qué me refiero? A todos aquellos profetas de desgracias, que descubren lo satánico en multitud de realidades humanas en sí mismas buenas o indiferentes, pero que son observadas con sospecha por la aguda mirada del “nuevo inquisidor católico”, profeta de desgracias.
¿Algunos ejemplos? Al momento de redactar estas líneas nos acercamos al Halloween (31 de octubre). Siempre surgen, en torno a estas fechas, autorizados profetas que invitan a no celebrarlo, a ofrecerle resistencia porque se considera una celebración diabólica, o una forma de darle culto al demonio. Y uno se pregunta, ¿se le da culto al demonio disfrazando a inocentes niños de Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo o la bruja escaldufa para pedir dulces? ¿Qué gana el demonio de todo esto? Pero los ejemplos se pueden multiplicar: para muchos es diabólico el mindfulness, el yoga, los muñecos labubus y los furbys y hasta la caricatura de los pitufos.

¿Cuál es el interés de los severos censores oficiales del catolicismo en incrementar exponencialmente las listas de prohibiciones? ¿Por qué ser católico coherente significa hacerle la guerra al Halloween, los labubus y los furbys? ¿Soy mejor católico si voy engrosando la lista de cosas que no puedo tener o no debo hacer? ¿Por qué los católicos tenemos que encerrarnos voluntariamente en una “cárcel de normas” absurdas, todo hay que decirlo? ¿Soy mejor católico, mejor hijo de Dios si no compro esos muñecos y no participo en esas celebraciones? Personalmente, lo dudo mucho. Si acaso, soy una persona más cerrada que no ha calado en la profundidad de la libertad que Jesús nos ha traído, según las enseñanzas de san Pablo.
No creo que sea violentar los textos de san Pablo, los cuales se refieren en su tenor inmediato a que no es necesario cumplir las normas de la ley mosaica para ser buen cristiano, aplicándolos a esta nueva forma de catolicismo cerril. En efecto, el himno a la libertad cristiana de Gálatas 5 se puede invocar también en este contexto:
“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud… Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia; porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor… Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros. Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo… Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.”

¿A qué me refiero? A que toda esta gruesa lista de prohibiciones para los católicos se asemeja al enmarañado conjunto de normas que los judaizantes pretendían imponer a los cristianos recién convertidos. Frente a ellos reaccionó Pablo, hablando de la libertad cristiana, de preocuparnos más por amar al prójimo que por cumplir esa maroma de preceptos absurdos, para que pudiéramos -y podamos- gozar de los frutos del Espíritu Santo.
No es el único texto que se puede llamar en causa para defender la libertad de los católicos frente a la estrechez de conciencia de los nuevos y autorizados censores de la fe. No se trata de un texto aislado, sacado de contexto, sino de una actitud de fondo genuinamente paulina, que fomenta la libertad y rechaza los escrúpulos infundados:
“Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los elementos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen una apariencia de sabiduría por su piedad afectada, sus mortificaciones y su rigor contra el cuerpo; pero sin valor alguno contra los apetitos de la carne” (Colosenses 2, 20-23).

La correcta actitud cristiana, según el planteamiento de san Pablo, es más matizada y prudencial. No rechaza prematuramente y en bloque las legítimas realidades humanas: “Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal. Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5, 21- 23).
Quizá, frente a este tipo de realidades de las que un grupo de católicos, ya sea por escrúpulos o por estrechez de espíritu recelan, la actitud más adecuada y, por ello, más cristiana, sea la de la primitiva iglesia, según lo preconizan los Hechos de los Apóstoles: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis. Pasadlo bien (Hechos 15, 28-29). ¡Es tan auténticamente católico (es decir, universal) aquello de “no imponeros ninguna carga más que las necesarias”! ¡Es tan paternal el deseo que expresa Pablo!: “Pasadlo bien.” O, dicho de otra forma: “disfruta de la vida, haz el bien, no te inquietes por tonterías.”
Si el cristianismo original es así, ¿por qué tienen tanto éxito las formas cerriles de vivirlo? Quizá se deba, entre otros motivos a que, como decía un buen amigo mío: “siempre es más fácil un catolicismo de signos externos, un catolicismo de grandes declaraciones y la cruz en la frente del miércoles de ceniza; y no el catolicismo espiritual, de la cruz en la vida ordinaria; la mortificación silenciosa y el cumplimiento de los mandamientos y las obras de misericordia.”

En ese sentido, muchos creyentes quieren «dar la batalla»; “pero se trata de una batalla exterior. La batalla interior, la que tiene que dar uno mismo, la lucha por vivir los mandamientos, hacer oración y practicar obras de misericordia, esa no les llama tanto la atención.” Si a esto se le suma que “siempre es más fácil ver los pecados en los otros que en nosotros”, tenemos así una explicación coherente de este curioso fenómeno.
Este conjunto de prohibiciones ridículas tiene también un efecto catártico tanto en los pastores como en los fieles. Para los pastores se trata de un modo de hacer sentir su autoridad, de ser los portavoces de la voluntad divina, los que enseñan al pueblo fiel el camino a recorrer y les advierten oportunamente de las escondidas insidias del mal. Es decir, les sirve para justificar su posición de autoridad en el seno de una comunidad, y eso siempre es bien recibido por el ego. Al pueblo fiel le aporta un sentido de pertenencia, de identidad, una manera de distinguirnos “nosotros los buenos”, de “ellos, los pecadores”; en definitiva, es una sutil forma de complacencia en la propia virtud y en la propia religiosidad. Una especie de orgullo espiritual.
Ojalá que poco a poco la vivencia de la fe tenga más criterio, sea más racional, más culta, no se empantane en tonterías, ni se aísle del gran mundo, formando un exclusivo gueto para los puros. Es decir, no se separe de la masa, sino que sea fermento de la sociedad, animada por lo esencial: la caridad. Es verdad que no hay que perderle respeto al demonio. Finalmente es espíritu y, por lo tanto, más inteligente y poderoso que nosotros. Pero el demonio lo que hace es tentarnos para que pequemos, el único verdadero mal. Está presente cuando se nos incita al pecado, no cuando disfrazamos a los niños para pedir dulces. Su acción maléfica se manifiesta más claramente convenciendo a las mujeres de que el aborto es un derecho humano, y no diseñando las siniestras sonrisas de los labubus.

Un gran texto que expresa con contundencia lo que muchos pensamos, pero pocos se atreven a externar.
Esas actitudes de juicio hacia los demás, tan comunes entre ciertos católicos obsesivos, los ciegan ante sus propios errores y los llevan a faltar a la caridad y al amor al prójimo, mientras enarbolan la bandera de “eso es pecado”, evidenciando poca capacidad de análisis y casi nula apertura de mente.
Al final, esas posturas resultan más reprochables que los mismos actos indiferentes que condenan.
Deberíamos ser más tranquilos en nuestro actuar y respetar las actitudes y opiniones de los demás mientras no nos afecten.
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Gracias Ricardo. Coincido con tu perspectiva. Saludos
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Excelente artículo P. Mario!
Justo es el dilema y la polémica si se participa o no en halloween.
Muchas gracias!
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Gracias. Espero que la reflexión te ayude
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Excelente reflexión como siempre
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¡Muchas gracias!
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