La Iglesia dedica el Miércoles Santo a reflexionar sobre la figura de Judas, el apóstol traidor que entregó a Jesús por treinta monedas de plata. Lo hace con ánimo de escarmentar en cabeza ajena, pues no lo presenta como modelo, sino como ejemplo de lo que no se debe hacer, pero nos puede pasar. En cierto sentido, todos tenemos un Judas en potencia dentro de nosotros, pues todos podemos traicionar lo que en determinado momento de nuestra vida ha sido lo más valioso para nosotros.
La figura de Judas cobró notoriedad en tiempos recientes, cuando en el 2006 National Geographic restauró y publicó la traducción del “Evangelio de Judas”. En este texto la visión de Judas cambia completamente: de traidor pasa a héroe, a ser el discípulo más íntimo de Jesús, pues tendría la delicada misión de entregarlo para que se cumplieran las Escrituras, lo cual haría por petición expresa del mismo Jesús. Obedecería entonces a pesar de ser considerado traidor por todos los hombres, porque poseía un conocimiento más elevado que los demás apóstoles y una misión más alta que ellos.

Hoy sabemos que ese evangelio en realidad es un apócrifo, redactado con posterioridad a la elaboración de los evangelios canónicos –los oficiales-, entre los años 130 a 170 d.C., en Egipto, por la secta gnóstica de los cainitas. Es decir, no fue redactado por Judas, sino que se recurrió a la frecuente práctica de la pseudoepigrafía, por la cual una persona escribía un texto, adjudicándoselo a otra de más renombre y relevancia. Teológicamente, además, presenta graves problemas, pues supone que Jesús realizó una “opereta”, nos engañó a todos, haciéndose entregar por Judas. Lo anterior, entre otras cosas, implica no entender la libertad de Judas, y de rebote la libertad en general. No seríamos libres realmente, sino marionetas de un Dios, que simplemente espera que cumplamos con nuestro papel, para que se realice el guion divino.
Más allá de estos vanos intentos de reivindicación del traidor, la figura real de Judas presenta un aspecto profundo e inquietante de la naturaleza humana. Es un modelo o tipo de una realidad frecuente en la vida de la Iglesia en primer lugar, y de la humanidad en general. Este tipo o figura, que se replica cíclicamente, en todo o en parte, a lo largo de la historia consta de tres elementos. Primero, el más burdo, dejarse corromper por dinero, traicionar los ideales de la juventud por dinero o poder. El segundo, quizá el más inquietante, es la capacidad de odiar lo que algún día se amó. Por desgracia no es infrecuente este modelo, lo vemos, sin ir más lejos, en cantidad de matrimonios que un día se amaron, para, con el paso del tiempo, pasar a odiarse cordialmente. Tercero, menos frecuente, pero más dramático, la desesperación por el error cometido y, en casos límite, el suicidio consiguiente.

Si la Iglesia, con su sabiduría bimilenaria, nos propone en la liturgia la consideración de Judas y su traición, no es para hacer leña del árbol caído, para cebarse con el perdedor. Tiene, en cambio, una finalidad pedagógica: que aprendamos de su anti-ejemplo para no repetirlo en nuestras vidas. No es para ofrecer un marco fácil y simplista, maniqueo, de enfoque bifocal, con los buenos de un lado y los malos por el otro. Es mucho más profunda su ambición. Nos invita a reconocer el posible Judas que todos llevamos dentro. Es decir, existe en un mundo posible una versión de nosotros que se identifique con Judas. Podemos, aunque nos parezca descabellado, lejano e irreal, traicionar los ideales de nuestra vida en general, o los ideales de nuestra fe en particular. Por eso resulta instructiva e iluminante la figura del traidor, a la que Dante coloca en el punto más profundo del infierno, siendo devorado por el mismísimo satán. Porque podemos vernos reflejados en ella; también nosotros podemos traicionar a Dios mismo en nuestra vida. Por ello, como reza la Escritura, “el inicio de la sabiduría es el temor de Dios”, temor de ofenderle, temor de traicionarle, temor de cambiarlo por lo más bajo y lo más vil, como puede ser el dinero o cualquier sucedáneo del mismo. Judas se convierte en la aterradora imagen de nuestra versión traidora, la cual podemos conjurar siendo prudentes y cuidando los pequeños detalles de la fidelidad.
