No está recogido en los evangelios, se trata de una preciosa tradición, que tiene incluso una capilla en Jerusalén, en la Vía Dolorosa. Según esta tradición, una mujer llamada Verónica según algunos, Berenice, según otros, se conmueve profundamente al ver pasar a Jesús camino del Calvario, y con un paño limpia el Rostro ensangrentado del Salvador, quedando milagrosamente grabada su imagen en ese velo.
De ahí arranca la devoción al Santo Rostro de Cristo o la Santa Faz. Y es comprensible, ¡cómo desearíamos ver el Rostro de Jesús!, ¡cómo nos movería interiormente el verlo desfigurado por el dolor! El Rostro de nuestro Salvador, que se manifestó lleno de gloria en el Tabor, ahora aparece lleno de sangre y de escupitajos, con moretones e hinchazones, pero con una leve sonrisa: ¡nos está salvando!

A lo largo de los siglos, los artistas han intentado captar algún reflejo de este Rostro sufriente y amante al mismo tiempo. El Greco, por ejemplo, representa a Jesús abrazando delicadamente el madero, pero con una mirada que brilla y expresa a un tiempo dolor y esperanza, ¡está haciendo la redención!, ¡nos está salvando! Se nota esa ilusión de Jesús hasta en la delicadeza con la que acaricia el madero. El gran pintor renacentista logra captar algo de los sentimientos de Cristo al realizar la obra de nuestra salvación; se puede admirar su obra en el Museo del Prado, en Madrid.
Nos toca a nosotros hacer nuestra propia obra de arte. Representar en nuestro corazón y en nuestra alma, los sentimientos que llevaron a Jesús al Calvario. Intentar comprenderlos, asimilarlos, hacerlos propios. Para ello nos ayuda este piadoso ejercicio del Vía Crucis, para acompañar a cámara lenta a Jesús en su epopeya de la redención.
Podemos meternos en la escena con la imaginación, como un personaje más en medio de todo aquel tumulto. De pronto se va acercando la comitiva, los soldados romanos se abren camino, una mujer está ahí expectante, de pronto se cruza su mirada con la de Jesús, ella se conmueve en lo más hondo de su alma, tenía entre sus manos un paño e instintivamente se abre paso entre la muchedumbre y limpia la cara de Jesús. Jesús sonríe, un soldado brutal la aparta bruscamente del camino, ella se siente feliz, ha aliviado en algo el sufrimiento de un justo. A los pocos instantes se hace cargo del milagro: la Sangre y los salivazos han dejado grabada en la tela el Rostro de Jesús. Lo guarda como una preciosa reliquia del gran profeta que está a punto de morir. Años después los cristianos de Jerusalén tomarán conocimiento de este portento y conservarán piadosamente el velo de la Verónica.

También tú y yo podemos encontrarnos, misteriosa, pero realmente, con Jesús en medio del camino de nuestra vida. Quizá no le veremos sufriente, camino del Calvario, como en su momento le vio la Verónica. Pero podemos ver, con los ojos de la fe, a Jesús en medio del fragor de la calle, en el bullicio del mundo. Podemos descubrirle en los rostros sufrientes de nuestros hermanos. Pienso ahora, particularmente, en los rostros de las personas que están sufriendo el flagelo de la guerra, en los que padecen pobreza, enfermedad o soledad. En todos ellos está Cristo, escondido pero real. Necesitamos tener la espontaneidad y determinación de la Verónica, para que, en un arranque de compasión, pongamos de nuestra parte, lo que esté en nuestras manos para remediarlo. Como diría una vieja cantante, Mercedes Sosa, “solo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente”. No le fue indiferente a la Verónica el sufrimiento de Jesús, que no nos sea a nosotros indiferente el sufrimiento de Jesús que descubrimos en nuestros hermanos.
Si lo hacemos así, se volverá a verificar el milagro. No es que quede marcada la imagen de Jesús en nuestra ropa, o que se impregne nuestro vestido con el rostro sufriente de la persona que auxiliamos. Pero, así como quedó grabado el Rostro de Jesús en el velo de la Verónica, así se va formando, espiritualmente, el Rostro de Cristo en nuestra alma. Nos volvemos “teoforos” (portadores de Dios) con nuestras pobres vidas. La Verónica tuvo un gesto de amor y se verificó el milagro; si nosotros tenemos continuadamente gestos de amor con el prójimo, se verificará el milagro, más grande aún, de que nuestra vida refleje la de Jesucristo y los demás puedan reconocerlo en nuestras obras y sentirse atraídos por Él en nosotros. Por eso, que en este Vía Crucis tengamos hambre de buscar el Rostro de Cristo y hambre también de reproducirlo y reflejar, aunque sea mínimamente parte de su belleza, a través de nuestras obras, ungidas por la caridad. De esa manera, podremos afirmar que “la Verónica somos todos” los cristianos que nos conmovemos por consolar al Cristo sufriente en nuestros hermanos.
