Es duro llegar a un momento en la vida, en el cual se tenga que reconocer con sinceridad que no se es feliz. Hace poco me lo comentaba un amigo, cuyo matrimonio lamentablemente había naufragado hace unos años, y que ha pesar de haber hecho todo lo que estaba en sus manos para salvarlo, no lo había podido conseguir. Necesitaba decirlo, sacarlo de su corazón: “no soy feliz… no deseo vivir así… me gustaría estar muerto.” De hecho, sentía envidia de un amigo común que había fallecido recientemente, se cambiaría gustoso por él.
Pienso que a esta situación se puede llegar en la madurez de la vida. Cuando uno es joven mantiene la esperanza de que las diversas tentativas realizadas para salir adelante tengan fruto. Si una puerta se cierra, otra se podrá abrir. En cambio, hace falta haber recorrido un buen trecho del camino para paladear, amargamente, que todos los esfuerzos y sacrificios realizados no han dado el fruto esperado y, además, que el futuro no se presenta alentador, más bien todo lo contrario. Sí, ese matrimonio, ese amplio arco de años compartidos no va a volver; la perspectiva es muy dura: vivir el futuro en soledad (INCEL les llaman ahora: celibato involuntario), o quebrar los propios principios éticos, buscando una nueva pareja, sabiendo que eso entra en conflicto con la propia conciencia y con las enseñanzas de Jesucristo. Ninguno de los dos panoramas es alentador. El futuro sólo aparece igual de malo que el presente o aún peor. ¿Por qué seguir jugando un juego sádico del que ya no se quiere participar?

No se trata de alguien con excesivas pretensiones para su vida. Simplemente quería formar una bonita familia, amar a una mujer y compartir con ella su vida, envejecer juntos y ver crecer a sus hijos y nietos. Para eso había estudiado, para eso trabajaba día con día, eso era lo que lo motivaba a levantarse cada mañana y enfrentar la vida con sus dificultades. Pero, después de haber recorrido una parte importante de su vida, ese ideal había estallado en pedazos, y a pesar de todos sus esfuerzos, no se podía recomponer. Había que comenzar a pensar en “el plan B.”
La vida aparece entonces como una especie de juego macabro, al que uno está obligado a jugar, se quiera o no. Como dice el Apocalipsis 9, 6: “En aquellos días los hombres buscarán la muerte y no la hallarán; y ansiarán morir, y la muerte huirá de ellos.” Así como un segundo compromiso no es opción para alguien con hondos principios católicos arraigados en el corazón, tampoco lo es el suicidio, aunque uno sienta esa opción como una forma de patear el tablero y ya no jugar el juego macabro de la vida. Si uno tiene fe, tiene miedo de la condenación eterna. Si mi vida es horrible, por lo menos tengo el consuelo de que no es eterna, en cambio el infierno es para siempre. No tenemos entonces ni siquiera la libertad de no jugar el juego, estamos obligados a jugar, aunque tengamos la certeza de la derrota.

Tristemente no se trata de un caso aislado. Más bien parece epidemia. No sólo de matrimonios rotos, de familias rotas, sino también de personas rotas, que están quebradas por dentro. Esa posible crisis no perdona a nadie. Al momento de escribir estas líneas, recientemente han sido noticia tres sacerdotes que se han suicidado, que ya no han soportado más el crudo juego de la existencia. Hace algunos años, un buen amigo mío se suicidó. Un día antes de hacerlo fue a la Basílica de Guadalupe, a pedirle perdón a la Virgen y a que intercediera por él, porque ya no soportaba más vivir…
Mi amigo me comentaba: “por la edad que tengo, probablemente me queden treinta años de vida y cualquier escenario posible se me hace amargo en exceso.” Es muy duro vivir sin esperanza humana, no es fácil consolarse con la promesa futura de la vida eterna, cuando uno está condenado a vivir unos treinta o más años de amargura, de soledad, de sensación de fracaso, de frustración. Por eso se torna esencial, literalmente, de vida o muerte, ser capaces de echar a andar “el plan B”, de reinventarse en medio de unas coordenadas existenciales amargas. No todo el mundo es capaz de “hacer del limón limonada”, pero no nos queda otra alternativa que intentarlo, cuando nuestra perspectiva vital no es halagadora. La resiliencia se convierte así en un arte de auténtica supervivencia.

A veces no nos alcanza la fe, pues somos conscientes de que tenemos poca cuando más falta nos hace. De alguna forma, el camino es huir hacia adentro, y buscar dentro de nosotros a Dios, encontrar consuelo y sentido en la Cruz compartida con Jesús. Sólo así se hace posible superar el vendaval existencial de la propia vida. Y luego, simplificarnos, evitar las consideraciones grandilocuentes sobre nuestra propia existencia, y saber disfrutar de lo concreto, de lo particular. Realizar el bien real que tenemos a nuestro alcance cada día, intentando sonreír cada vez, “vivir el momento presente colmándolo de amor” (Cardenal F.-X. Nguyen Van Thuan).

Padre, me ha llegado al alma su artículo.
Lo saludo con afecto; le pido oraciones por una más del grupo INCEL (que no conocía el término pero pertenezco a él).
Preferible unos años de tristeza aquí, que arriesgar la vida eterna.
Gracias por el artículo.
¡Dios al mando!
Mónica Rodríguez.
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¡Cuenta con mis oraciones! Dios te bendiga y te guarde
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Gran relexion. El articulo refleja los sintomas evidentes de una guerra muy actual y silenciosa, que busca hacer que el hombre pierda el sentido de la vida, la esperanza y el rumbo en la busqueda de la verdadera felicidad, que solo puede iniciar en Dios y culminar en Dios, al igual que la vida.
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