En memoria de Camille

Pienso que no existe dolor moral más grande que la pérdida de un hijo, de una hija. En este texto reconstruyo las ideas madre de dos homilías que pronuncié con ocasión de un hecho trágico: la sorpresiva muerte de Camille, una niña de 7 años, hija de un querido amigo mío, Alejandro. Para un sacerdote nada más difícil que predicar en estas ocasiones, donde las palabras sobran y el dolor es inconsolable. Sirvan de reflexión y consuelo para aquellas personas que se encuentran en una situación análoga y para todos aquellos que nos preguntamos “¿por qué pasan estas cosas?”

Ante hechos tan trágicos, como la sorpresiva muerte de Camille, una niña de apenas 7 años, no cabe sino una actitud: un respetuoso silencio. Primero un silencio ante los planes de Dios, que se nos antojan tantas veces incomprensibles, especialmente en situaciones como ésta, donde no alcanza ninguna explicación humana. Respetuoso silencio también por los que sufren esta dolorosa pérdida: los padres, la hermana, los primos, tíos, abuelos, amigos, que se sienten conmocionados por la partida de Camille. Un silencio que respeta su dolor.

Sin embargo, con la luz de la fe, algo se puede decir para intentar descifrar tan doloroso evento. En efecto, la fe nos ofrece un rayo de luz, un punto de esperanza hasta en los momentos más oscuros de nuestra vida, como puede ser la pérdida de una hija.

Una primera verdad de fe, que ilumina poderosamente la situación en que nos encontramos, es la certeza de que Camille está mejor. Sí, es un dato de fe que la otra vida es mejor que esta. Que se está mejor en la presencia de Dios, disfrutando de toda la hermosura, la belleza, la gloria y el poder de Dios, que en esta vida, tantas veces miserable. Camille está mejor, gozando de Dios, siendo colmada de la más plena felicidad a la que puede aspirar una criatura.

¿Cómo estoy tan seguro de que goza de Dios? Dos son las fuentes que me permiten afirmarlo con una certeza moral. La primera son las consoladoras palabras de Jesús en el Evangelio: “Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Los niños son almas gratas a Dios, almas puras. De ello se hace eco la oración pública de la Iglesia, la liturgia que, en la Misa de Exequias por los niños, no pide por su eterno descanso, sino por el consuelo de los padres y para que puedan reunirse en el cielo, al final de su vida, con el hijo/a que ahora han perdido.

Camille está mejor, y eso es lo importante: ya no experimentará ni dolor, ni cansancio, ni sufrimiento; goza en cambio de toda la alegría y felicidad que puede albergar el corazón de una criatura, y que solo Dios puede llenar. Camille goza ahora de Dios; ella está mejor, pero nosotros no. Nos hace falta, deja un hueco en el alma que nada podrá llenar. Para hacer frente a esta dolorosa realidad, quizá nos pueda servir considerar la segunda verdad de fe que ilumina estos momentos trágicos, momentos oscuros: la comunión de los santos.

En efecto, la comunión de los santos nos recuerda que estamos misteriosa, pero realmente unidos con nuestros hermanos que nos preceden en el cielo, con los que se purifican en el purgatorio, y con todos los que luchan las batallas de Dios en esta vida. Es un lazo espiritual, pero no menos real. Es verdad que pobremente podrá consolarnos esta doctrina, pues echamos de menos su mirada, su sonrisa, su afecto. El vacío que deja en nuestros sentimientos es innegable. Pero nos consuela saber que podemos tener otra forma diferente de comunión con ella: no emotiva, pero sí espiritual, real. No circunscrita a sus límites espacio-temporales, pues ahora, en cualquier momento y sin necesidad de verla u oírla, podemos entrar en comunión con ella a través de la oración. Y ello se consigue, de forma eminente, en el santo sacrificio de la Misa, donde nos unimos al coro de los bienaventurados que alaban a Dios en el Cielo, entre los que se encuentra Camille, y expresamente pedimos por quienes se nos han adelantado a la casa del Padre.

Pudiera parecer que con este trágico hecho la familia se rompe. Pero, en realidad, no es así. La meta, a la hora de formar una familia, es que finalmente cada uno de sus integrantes alcance la gloria del Cielo. Si eso no se consigue, ninguna de las otras metas habría valido la pena: ni los estudios, vacaciones, diversiones y aficiones que cultivamos en nuestra vida. Camille ya ha llegado a la meta, y desde ahí intercede para que todos los miembros de la familia se reúnan de nuevo, cuando Dios quiera, como Dios quiera, al final de sus vidas. Un trocito de su corazón ya está en el Cielo, y desde ahí los atrae y los ilumina para que ustedes puedan llegar también al mismo lugar.

Y así embonamos con la tercera verdad de fe, que nos cuesta trabajo reconocer, pero que es lo más seguro que tenemos: vamos a morir. Así como Camille murió, nosotros también moriremos. Por eso la dolorosa separación que hoy sufrimos no es un adiós; es un hasta luego. Nos recuerda que “no tenemos aquí una ciudad permanente”, y que estamos en camino. Ella ya llegó a la meta, y desde ahí nos ayuda e intercede por nosotros, para que también lleguemos. Si todos los velorios nos avocan a considerar nuestra propia muerte, la realidad de que algún día, el que esté en el féretro seré yo mismo, este recuerdo se torna más vivo cuando quien nos precede es un niño inocente.

Vamos, en consecuencia, a abrir nuestro corazón a esas verdades de nuestra fe, para permitirles que iluminen con la lucecita de la esperanza, el duro trance que sufrimos. Que las verdades de fe empapen nuestro interior, para que, pasado un tiempo, podamos recobrar la alegría de vivir, sabiendo que consuelo no es olvido. Olvidar, nunca olvidaremos, pero no nos cerremos al consuelo que Dios y Camille nos quieren dar. En efecto, si algo ensombreciera ahora la gloria de Camille, es precisamente que ella ve y comprende nuestro gran dolor. Pero ella no deja de amar en el Cielo lo que amó aquí en la tierra. Por eso, en honor a ella, para que descanse en paz, aunque sea difícil y doloroso, debemos retomar nuestra vida, sabiendo que ahora la recorremos con ella y hacia ella, y que también nosotros, en Dios Nuestro Señor, recuperaremos todos los amores nobles que hayamos cultivado en esta tierra, y ningún amor más noble, que el de un padre, que el de una madre por su hija pequeña.