Durante la clase de Teología en la universidad hacemos un sencillo ejercicio sobre el papel de Dios en nuestras vidas. Juan Pablo responde con sencillez: “Para mí Dios puede que exista, pero no tengo una relación con él. Tiene relación con mi familia, pues recibí una educación católica. Pero después de años de duda y meditación me di cuenta de que no tengo fe en Dios, y no la necesito ni para ser buena persona, ni para disfrutar de la vida, ni para sentirme bien conmigo mismo y con mi familia”.

El chico que expresaba tal opinión efectivamente es una buena persona, buen amigo, estudiante responsable. Pero, obviamente, no pude dejar de preguntarme: ¿para qué necesito a Dios? ¿Para qué lo quiere alguien en su vida si “no lo necesita ni para ser buena persona, ni para ser feliz”? ¿Es correcta la percepción de tal estudiante?

No pude evitar comentar el tema en casa, y me hicieron una observación muy aguda: efectivamente, para ser “buenas personas”, no necesitamos de Dios -yo me cuestionaría esto último, pues una cosa es que no lo percibamos como tal y otra que seamos autosuficientes moralmente-, pero el cristianismo no nos ofrece el ideal de ser “buenas personas”, sino el de “ser santos”, y ahí sí que lo necesitamos radicalmente.

Bondad

Primero lo primero: ¿somos autosuficientes moralmente hablando? En último término, pienso que no. En todo caso, podemos no percibir la acción callada y providente de Dios en nuestras vidas, pero esta acción existe y es real. Dios dispone las cosas para que podamos tener una vida honrada, moralmente hablando. Que no percibamos su acción no significa que esta no exista. De hecho, se le conoce como la misteriosa Providencia ordinaria de Dios. Y digo misteriosa porque, algunas personas -muchas, tristemente- nacen y se desarrollan en contextos delictivos, por lo que, sin estar absolutamente determinados, sí están fuertemente inclinados a obrar moralmente mal. Algo análogo sucede con las personas que nacen en un contexto de extrema pobreza o grave enfermedad psíquica o física. ¿Qué sucedió en esos casos con la Providencia? No lo sabemos, sólo nos queda guardar un respetuoso silencio y, de fondo, no tener la actitud de juzgar a nadie, pues no es nuestro papel.

Ahora bien, obviando la cuestión de la Providencia ordinaria de Dios, podríamos decir que la persona humana es autosuficiente moralmente, en el sentido de que, sin recurrir necesariamente a fuentes religiosas, puede descubrir con su sola razón qué es el bien y qué es el mal, gracias a la ley natural impresa en su corazón, por obra de Dios, todo hay que decirlo. La ley natural es descubierta con el sólo ejercicio de la razón natural, y nuestra conciencia es testigo de ella. Queda nuestra libertad, la cual decide elegir lo que se le presenta como bueno o como malo, según el caso (incluso aquí puede descubrirse un callado auxilio del Espíritu Santo que nos invita a hacer el bien, aunque sea más arduo, laborioso o menos agradable que el mal). Pero el hecho es que, según la propia conciencia, puedo obrar bien sin meter a Dios en la ecuación, simplemente siguiendo mi apetito natural hacia el bien, la plenitud, la propia perfección, la virtud, en definitiva.

Ahora bien, la propuesta cristiana es mucho más ambiciosa y magnánima que la actitud de simplemente evitar el mal. Dicha actitud se configura como una “moral de mínimos”, concretada en evitar realizar acciones negativas. O, incluso, aunque sea una inclinación positiva: buscar objetivamente el bien, no simplemente evitar cometer el mal; la propuesta cristiana es más grande: no basta con ser buenos, es preciso que seamos santos. ¿Qué quiere decir eso en categorías morales? Que ofrezcamos, en nuestra vida, con todo y sus altibajos propios de nuestra naturaleza caída, la mejor versión de nosotros mismos; o, visto desde otra perspectiva, que no elijamos lo “bueno” simplemente, sino “lo mejor” objetivamente. Desde una óptica sobrenatural ello implica hacer realidad el plan de Dios en nuestras vidas, sabiendo que Su propuesta es siempre y necesariamente, lo mejor para nosotros y para nuestro entorno: hacer el bien real que tengo a mi alcance en cada situación de mi existir. Obrar bien, sobrenaturalmente hablando, requiere, sin embargo, el concurso de Dios, pues como dice san Pablo: “Nadie puede decir Jesús es el Señor sino en el Espíritu Santo” (1 Corintios 12, 3).