Es doloroso contemplar la Humanidad Santísima de Nuestro Señor Jesucristo hecha un guiñapo. Realmente Jesús está al límite de sus fuerzas, y una pequeña protuberancia en el terreno hace que de un traspié y caiga al suelo, sin poder meter las manos, por llevar sobre su espalda el madero de la Cruz. Al peso de su cuerpo se añade el del madero que macera su ya demacrado Rostro. Nuevos cardenales, chorreados de sangre y raspaduras ocultan el Rostro del más bello de los hombres.

No es la primera vez que cae, ni será la última. Nuevamente, con un esfuerzo indecible se abraza a la Cruz y se levanta. Previamente pasó unos instantes en el suelo, dolorido y aturdido, confirmó que no tenía hueso alguno roto y ante los gritos apremiantes de la multitud y los latigazos del guardia romano, se levantó. Una vez arriba, con dolor y esfuerzo, retomó su Cruz y reanudó, vacilante, su lento paso hacia la muerte. Hay un cuadro muy hermoso del Greco, que está en el Museo del Prado, donde se ve a Jesús con las manos estilizadas, finas, acariciando la Cruz, y al mismo tiempo una mirada brillosa que refleja a un tiempo dolor e ilusión. Ilusión porque nos estaba salvando, estaba pagando el precio de nuestros pecados a costa del dolor, y de sus caídas.

La segunda caída del Señor evoca nuestras recaídas. Si la de Él fue por amor y dolor, las nuestras son por fragilidad y mezquindad. Pero, así como Él se levantó, anhelante, nosotros podemos y debemos levantarnos de nuestras caídas y recaídas. ¡Cuánto aprendemos de morder el polvo!, de besar abruptamente el piso, como lo hizo Jesús al caer por segunda vez. Nos conocemos a nosotros, quiénes somos realmente, y no quiénes imaginamos ser o nos gustaría ser. Conocemos el mundo, como es, no como nos lo imaginamos o nos gustaría que fuera. Pero, ya lo dice el refrán: “está permitido caerse, pero prohibido quedarse caído”. Jesús vuelve a levantarse, y nosotros también.

La segunda caída del Señor inyecta una fuerte dosis de esperanza a las situaciones desesperanzadoras con las que en ocasiones nos enfrentamos. El alcohólico que vuelve a tomar después de dos años de no hacerlo, el adicto a la pornografía o masturbación, que vuelve a las andadas después de seis meses limpio, el que había dejado el cigarro o la droga y cede a una probadita más, el que había cortado con una amistad prohibida –por ir en contra de su matrimonio o su vocación- y la retoma nuevamente. Esas experiencias dolorosas, de fragilidad, tienden a arrancarnos la esperanza: “para qué sirvió tanto esfuerzo”, “ya ves, quieras a no quieras, siempre vuelves a lo mismo”, “acéptalo, no puedes cambiar”. Al ver a Jesús caído podemos reconocernos en nuestras recaídas; al verlo levantarse, no nos queda otra que volverlo a intentar, sabiendo que no es fácil, como no le fue fácil a Él retomar la Cruz, pero que vale la pena el esfuerzo.

Ver su Humanidad caída es como una metáfora de la humanidad caída que nos rodea. Tendemos a perder la esperanza ante este mundo herido, corrompido, pues pareciera que tiene podrida el alma. La humanidad está caída, basta ver el imperio de la mentira, los millones de abortos que se practican legalmente, la investigación con embriones, la trata de personas, el comercio de órganos, el narcotráfico, la corrupción… la humanidad está caída, como estuvo caída la Humanidad de Cristo. Pero, así como Jesús se levantó, confiamos en que no nos faltarán las fuerzas, sacadas de la debilidad, para darle al mundo la vuelta, como a un calcetín. Jesús no permaneció caído, y nos corresponde a los hijos de Dios, a los que seguimos de cerca a Cristo, no permitir que nuestro mundo permanezca caído, sino porfiar, una y otra vez, por levantarlo, por levantarnos. “Su caída nos levanta, su muerte nos resucita” (San Josemaría), su caída nos da lecciones de vida, nos ofrece una bitácora, un procedimiento, una guía. Nos coloca en el realismo de la lucha cristiana: caeremos, no una vez, varias veces, pero otras tantas nos levantaremos y, al hacerlo, ayudaremos a los demás a no permanecer caídos y nos empeñaremos, con esperanza en levantar a un mundo, a una civilización, a una Iglesia caída.