El reciente y triste deceso de Noa Pothoven, la adolescente de 17 años, que se suicidó en Holanda con la connivencia de su familia nos plantea el desafío de entender cómo se enfrentan a la vida y a la muerte los “millennials” o, en este caso para ser más precisos, los chicos de la “generación Z”. Ahora bien, no es lo mismo un chico de esa generación en el primer mundo, desarrollado, industrializado, donde campea por los aires una civilización hedonista del bienestar, que un muchacho de la misma edad en la India, Somalia o los suburbios del Brasil. No es lo mismo ser millennial en el primer mundo, que en el tercero, cuarto o quinto. Pero todos miran al primer mundo como modelo, y quizá ese modelo se torne trágico, mostrándonos su auténtico rostro, que se desvela con particular lucidez a través de hechos como el suicidio de Noa.

No es lo mismo ser «millennial» en el primer mundo, que en el tercero, cuarto o quinto

No deseo poner el énfasis en la triste espiral de la muerte que se observa en Holanda, a raíz de legalizar la eutanasia. En cómo esos contados y extremos casos se van multiplicando y extendiendo, de forma que hoy en día un adolescente puede pedirla sin el consentimiento de sus padres a los 16 años, y un niño de doce puede acceder a ella con su consentimiento. Actualmente, alrededor de 20 personas son asesinadas “legalmente” al día en Holanda. Tampoco es mi intención subrayar el absurdo que supone secundar la voluntad de suicidio en una adolescente enferma psíquicamente, que para consumarlo necesita el apoyo de su familia y, ¿cómo no?, de los políticos que hábilmente instrumentalizarán para su causa aquel absurdo sacrificio.

Mi interés va más por el lado de levantar la voz de alarma y evidenciar una debilidad característica, primero de los millennials, y más agudamente de la “generación Z”, así como en el drama del vacío al que conducen las secularizadas sociedades del confort y bienestar. La cultura hedonista propicia una cierta seducción de la muerte o, dicho de otra forma, la vida sólo merece la pena ser vivida si se disfruta, si encuentro placer en ella. En caso contrario, debo terminarla y, lo más importante, nadie tiene autoridad para decirme nada al respecto, porque es mía y es mi decisión, y ese solo hecho basta para que sea correcta.

Para la cultura secular, hedonista y consumista, la vida solo vale si puedo disfrutar de ella.

En este caso, el hecho de que Noa sea holandesa no es casual. Holanda se ufana de ser la primera sociedad atea de la historia (título que compartía con la extinta República Democrática de Alemania), paradigma de la secularización y el libertinaje. Algunas zonas de Amsterdam son famosas por la naturalidad de sus prostíbulos. Presumen también de cómo, tristemente, sus iglesias medievales se han convertido en bibliotecas o salones de juegos, es decir, ya no necesitan a Dios, considerado como elemento superfluo en su existencia. Holanda sería entonces paradigma de sociedad desarrollada, liberada y secularizada.

Insertos en la sociedad secular, los millennials encuentran grandes dificultades para encontrar sentido al sufrimiento. Cuando aparece, frecuentemente sienten el deseo de morir

Y, ¿qué sucede entonces? Sencillamente, esa emblemática sociedad no es capaz de proporcionar un motivo suficiente para vivir a una talentosa millennial, y eso es preocupante. La sociedad hedonista y de consumo no puede ofrecer un sentido al dolor, ni la capacidad de afrontarlo. El aparente “espíritu fuerte” capaz de renunciar a Dios como engaño, patraña, minoría de edad cultural, medio de manipulación, epígono de la ilustración, etc., muestra su honda debilidad, el vacío existencial al que conduce, y la incapacidad de integrar el dolor, un acompañante no deseado, pero ineludible de la vida humana. Es decir, simplemente: la sociedad hedonista y secular descansa en una ficción. Rechaza a Dios como fruto de la imaginación y fracasa al intentar dotar de sentido a la vida humana. Ridiculiza a Dios y la religión, considerándoles ficciones, cuando en realidad lo es el secularismo, una abstracción teórica, que fracasa al enfrentarse con la realidad. En este sentido, las dos debilidades van de la mano: la cultura hedonista de la muerte –empeñada en implantar aborto y eutanasia, haciendo de la muerte y la violencia camuflada, su valor vital-, y el drama de los millennials, que se muestran incapaces de hacer frente al sufrimiento, y son recelosos de la religión institucionalizada.

Abandonar a Dios tiene un precio: no encontrar sentido al sufrimiento, ver la muerte como un escape, tener menos herramientas para hacer frente a la vida

El secularismo tiene un costo, el ateísmo práctico que lleva aparejado también, Noa nos lo muestra con su triste muerte. Al abandonar a Dios, y en concreto al cristianismo, la cultura no sabe cómo dar sentido al dolor ni enfrentarlo, al tiempo que la vida deja de tener un valor objetivo, para solo valorarse subjetivamente en la medida en que se puede disfrutar. Es lo que proféticamente señalaba el Concilio Vaticano II: “Sin el Creador la criatura se diluye”. Noa Pothoven tenía un inmenso potencial, fue capaz de escribir su propia autobiografía y convertirse en “influencer”, es decir, modelo para los jóvenes. Pero, si el modelo elige quitarse la vida ante la experiencia del dolor y el sufrimiento en la vida, en vez de superarlos, ¿qué mensaje transmite a sus seguidores?

«Ganar o aprender» autobiografía de Noa Pothoven