El Estado Peruano hace un uso político de la religión mientras promueve leyes que socavan la práctica religiosa
¿Cómo así un sacerdote pidiendo estado laico? En realidad, es mejor un “estado laico” a un “estado hipócrita” que simula afectadamente actitudes religiosas, para ganar legitimidad frente al pueblo que dice representar, en su mayoría religioso, mientras promueve políticas ácidamente antirreligiosas e incluso contrarias a la dignidad humana y, lo peor de todo, bajo la capa de “derechos humanos”. El único derecho humano que ha sido violentado a través de una sentencia de la Corte Suprema y la Ley de Igualdad de Género, es el de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones. Derecho, dicho sea de paso, consagrado en la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” signada también por el Perú, pero que, en las actuales circunstancias, viene a ser letra muerta. Eso sí, el presidente que ha hecho oídos sordos al pueblo que dice representar, aparece devotamente participando en misa dominical precedida por el arzobispo y, elemento muy importante, los medios de comunicación se encargan de hacerle eco.
La religión es así utilizada, con finalidad manipuladora, para otorgar legitimidad a un gobierno que, en la práctica, promueve actitudes que socavan esa religión y los fundamentos mismos de la sociabilidad humana, legitimando comportamientos disolventes de la familia, cimiento de la sociedad. Se trata entonces de una religión cosmética, usada como instrumento, como careta que esconde su amargo rostro, ideológico y doctrinario, servil a intereses extraños a la historia y a la cultura del Perú, promovidos por capitales empeñados en revivir un nuevo colonialismo de carácter cultural. La “religiosidad” del gobierno se vuelve así una triste burla blasfema que se sirve de Dios para mezquinos intereses de partido.
No quiere decir que la actitud de los miembros del gobierno, que participan en actos religiosos sea siempre y necesariamente una simulación, es decir, practicar externamente obras que no concuerdan con los pensamientos y los sentimientos de la persona. Al fin y al cabo, prácticas religiosas en las que no se cree. Eso no se puede saber, sólo Dios y el interesado pueden descubrir los entresijos de la conciencia. Lo que sí se puede afirmar con bastante verosimilitud es que, el gobierno alardea con gestos religiosos, que se encarga de filtrar a los medios, yendo contra el precepto evangélico de que “tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”. Y, en segundo lugar, sí lo hiciera con sinceridad, peca de profundamente incoherente: su actuación pública desmiente su actitud religiosa. No es posible saber si esa incoherencia es fruto de una ignorancia supina o de un frío y cínico cálculo político.
El “estado laico” significaría entonces, simplemente, que el gobierno no haga un uso político de la religión, corrompiéndola. Supondría terminar de una vez con esas burlas blasfemas o simulaciones oportunistas cara a la galería. Es verdad que el sentido del término “laico”, es complejo, pudiendo denotar un amplio margen de actitudes y políticas diferentes. Así, bajo la bandera “laica” se esconde el más burdo ateísmo de estado, que promueve políticas lesivas de la dignidad humana, al obstaculizar la libertad religiosa, la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Se trataría de un ateísmo postulatorio que busca imponerse desde los poderes públicos, bajo capa de un “humanismo” que esconde el más craso “antiteísmo” ideológico. En ese caso “laico” en realidad significaría “laicista”. Pero cabe también una sana laicidad, la cual simplemente sostiene que el estado es incompetente en materia religiosa, no debiendo inmiscuirse en ella, ni servirse de ella oportunistamente tampoco. Le compete, exclusivamente, garantizar el libre ejercicio de la religiosidad, por considerarla parte del bien común y custodiar los valores culturales de su pueblo, muchos de los cuales son religiosos.
Si una parte considerable de los padres de familia de un país optan por proporcionar educación religiosa a sus hijos, el estado tiene obligación de facilitarla, como parte del principio de subsidiariedad. No debe, en cualquier caso, privilegiar el ejercicio de alguna forma religiosa, incluido el ateísmo, como forma religiosa invertida, pues se trata de la “creencia” de que Dios no existe. Un estado laico así respeta la libertad religiosa y cumple con su obligación de buscar el bien común, no privilegia a ningún credo religioso, pero tampoco se prohíbe colaborar con los credos religiosos, como actores sociales que son, en beneficio de la ciudadanía. Tristemente, ese no es, por ahora, el caso. No queda otro camino que defender los derechos de los padres frente a un estado prepotente lesivo de los derechos humanos, sordo a la voz del pueblo y servil a colonialismos ideológicos.