¿Por qué yo lo tengo todo sin mover un dedo y hay gente que moviendo todos no tienen nada? ¿Cómo se decide eso? ¿Cuál es el criterio? ¿Solo Dios lo sabe o es que por eso espera ciertas cosas de mí y de las otras personas otras? Pregunta Alexandra Granda, Derecho.
Hay un problema insoluble en tu pregunta, que de otra parte suele plantearse frecuentemente, pues en el fondo se quisiera tener la perspectiva de Dios, es decir, saber lo que Dios sabe, y con esa información juzgar o no la conveniencia de lo que Dios ha dispuesto. Es una sutil forma de sentar a Dios en el banquillo de los acusados, lo cual, como comprenderás, no es posible.

El dato fundamental es entonces que no poseemos toda la información, ni hay nadie que la pueda tener, solo Dios. Ante ese hecho insoslayable caben distintas actitudes: una es rebelarse contra Dios, exigiéndole una explicación que no tiene por qué darnos; otra es negar su existencia y proclamar que en realidad nada tiene sentido, que es absurdo todo y que la única norma de la existencia es el azar; la tercera es confiar en Él, reconociendo, como dice la Escritura, que “los caminos de Dios no son nuestros caminos” (Isaías 55, 8) y que Dios sabe más. En el fondo no es posible sustraerse a este dilema y, si uno piensa un poco, tarde o temprano se ve abocado a él.
El dato fundamental es que no poseemos toda la información, ni hay nadie que la pueda tener, solo Dios. Podemos, en consecuencia, rebelarnos contra Dios, negar su existencia o confiar en Él.
Ahora bien, ¿con base en qué debería yo confiar en Dios? ¿No supondría ello una abdicación de nuestra racionalidad, una forma abusiva de sumisión impuesta por fuerza al hombre? En realidad, no lo sabemos todo, pero si tenemos fe poseemos los elementos necesarios para encuadrar el problema y mostrar cómo no necesariamente se trata de un sinsentido o una arbitrariedad. En realidad, con las premisas que ofrece la fe, no es tan difícil completar el cuadro, adivinar en cierta forma lo que ahora no vemos. Por ello la fe no es solo oscuridad, un ciego salto en el vacío, también es una poderosa luz arrojada sobre los enigmas fundamentales de la vida.

En este sentido, la fe nos ayuda a ampliar nuestra mirada, pues señala de forma contundente que esta vida no es definitiva ni absoluta, es el preludio de otra vida que no conoce ocaso y en la que ya no habrá “llanto, ni dolor, ni gritos de desesperación” (Cfr. Apocalipsis 21, 4), es decir, no habrá dolor, ni enfermedad, ni muerte. Con ese telón de fondo, del cual la fe nos proporciona una certeza, en gran medida incognoscible, pero cierta, podemos matizar nuestros juicios.
Otra verdad de fe que nos ayuda a contextualizar nuestra postura ante el enigma del sufrimiento, es la realidad del juicio final. En efecto, esa búsqueda de coherencia, de razón, esa explicación que alguna vez en la vida todos exigimos, Dios ha prometido que nos la va a dar, y va a ser pública: se conoce como “Juicio Final”, que es expresado magistralmente por el arte en el retablo de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Ahí Dios nos mostrará su plan salvífico, cómo su justicia se identifica con su misericordia, cómo cada quien recibe el premio o castigo merecido por sus actos y, finalmente, cómo la sabiduría divina, sabiendo respetar la libertad humana, ha sabido sacar siempre abundante bien del mal ocasionado por el hombre.

En síntesis, la realidad de la vida eterna y del juicio universal, realidades de las que tenemos certeza por la fe, nos permiten otorgarle “el beneficio de la duda” a Dios, aceptando que durante esta vida no lo entenderemos todo, con la promesa de que en la otra recibiremos acabada explicación de todo, y podremos alabar el misterioso e inefable plan de la sabiduría divina. Un elemento es particularmente importante, y este es la eternidad. Las desgracias y sufrimientos de esta vida, por fuerza son temporales, mientras que el premio o, “el otro lado de la moneda”, es eterno. Ya lo dice el refrán: “no hay mal que dure cien años”, mientras que la vida eterna o la recompensa de confiar en Dios es “para siempre, para siempre, para siempre”; donde “siempre” no es un piadoso deseo ni una poética expresión, sino la realidad.
La realidad de la vida eterna y del juicio universal -realidades de las que tenemos certeza por la fe- nos permiten otorgarle “el beneficio de la duda” a Dios.
Otra vía para aventurar una respuesta a tu pregunta, y que es necesaria consecuencia de lo anterior, es la ascética o mística. En efecto, el carácter temporal, limitado y relativo, tanto de los bienes como de los males de esta vida, nos ayuda a colocarlos en su contexto adecuado. Por poner un ejemplo: no necesariamente tener más plata me hace más feliz, ni el tener más educación, más oportunidades en la vida, o más salud. Mucho depende de las circunstancias y de la actitud ante la vida. Una muestra sugestiva sociológica es cómo muchas de las sociedades más avanzadas y desarrolladas tienen también los más altos índices de suicidios o de trastornos depresivos y enfermedades psiquiátricas en general. Es lo que se ha denominado: “el malestar en el estado de bienestar”.
No necesariamente tener más plata me hace más feliz, ni el tener más educación, más oportunidades en la vida. Existe, por el contrario, «el malestar en el estado del bienestar».
Muchas de las sociedades más desarrolladas económica y culturalmente, tienen también los más altos índices de drogadicción, señal implícita de un vacío interior, de una búsqueda, de una necesidad no saciada; una forma de huida de la realidad. También en esas sociedades resulta más frecuente la ruptura familiar, es mayor la tasa de divorcios, y en algunos casos va aparejada a la legalización del aborto o de la eutanasia y el suicidio asistido. Todo ello constituye una manifestación del hastío de vivir. El debilitamiento de la institución familiar denota un agudo individualismo que conduce a las personas a la soledad. En esa situación no se tiene amor por la vida, la vida produce cansancio o solo se valora en la medida en que se pueda disfrutar de ella. Cuando cesa el goce de la vida, no se encuentra ningún otro motivo para seguir adelante, ni hay nadie por quien querer seguir viviendo.

Una triste muestra de la realidad de lo anterior es la frecuencia con la que se suicidan los “famosos” y “triunfadores” según los criterios del mundo. Hasta se ha hablado de la “maldición de los 27 años”, pues muchas estrellas han sucumbido a esa edad: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse, etc. Otros no necesariamente a esa edad, pero sí en la flor de la edad o en el cénit de la fama, como Chester Bennington, Chris Cornell, Robin Williams, Lucy Gordon, Michael Hutchence, Sid Vicious, Marilyn Monroe, Alexander McQueen, Avicii, etc.
Pero, volviendo a la vía espiritual o mística, que nos permite tamizar nuestros juicios sobre lo que es mejor o peor en absoluto, basta mirar al modelo del cristianismo. ¿Cuál es ese modelo? Jesucristo. Si uno mira atentamente la vida de Jesucristo tiene un criterio sobrenatural para valorar las situaciones de esta vida. Así observamos cómo despreció comodidades, lujos, reconocimientos. Nació en un establo, pero contaba con una familia; fue pobre, ganó el pan con el sudor de su frente, tuvo amigos, se comprometió con la sociedad de su época y finalmente entregó su vida por la verdad y la justicia. Sin nada vino al mundo y sin nada, lo dejó. Vino en un pesebre y lo dejó en una cruz. Rechazo honores, placeres, comodidades, vanos reconocimientos. Por el contrario, trabajó, tuvo una familia, tuvo amigos, se comprometió activamente por cambiar la sociedad de su tiempo y la historia del mundo. Murió mártir de la verdad y la justicia.

La vida de Jesús nos proporciona el verdadero termómetro, que nos indica cuales son los auténticos valores, y cómo esos valores son disonantes con los que reconoce el mundo, los medios, los famosos. Ello da mucho que pensar. Por eso, cuando juzgamos a Dios con el criterio del “éxito” probablemente erramos.
Cuando juzgamos a Dios con el criterio del “éxito” probablemente erramos.
Un elemento teológico extra, que nos induce a pensar así, es lo que en el evangelio de san Juan se menciona como, “el príncipe de este mundo”, refiriéndose al demonio. O en las tentaciones de Jesús en el desierto, donde el demonio le promete el poder. En el evangelio de san Juan queda muy claro cómo el demonio es príncipe del mundo, en el sentido malo, pervertido, mundano. Puede, en consecuencia, otorgar poder, fama, dinero, para perder a las almas y apartarlas del camino auténtico. Ello explica que muchos injustos triunfen o no sufran las consecuencias de sus malas acciones; pero no las sufren en esta vida, el ajuste de cuentas es después.
Por contrapartida, muchos de los pobres, de los que sufren, de los enfermos, cuando viven su experiencia desde la fe, pueden considerarse los preferidos de Dios, y quienes ahora contemplamos con lástima, quizá contemplaremos con maravilla, al ver el grado de gloria que alcanzan en la otra vida. Ello ha sido descrito inmejorablemente, también en el evangelio, con la parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón (Lucas 16, 19-31).

En síntesis, con los elementos que nos proporciona la fe, es mejor confiar en Dios, agradecer sus dones y las oportunidades que nos ha otorgado, darnos cuenta de que nos pedirá cuentas de ellos, de forma que nos esforcemos por sacar el máximo fruto posible en servicio de los demás, particularmente de los más necesitados.