Cuando Pío XII falleció en 1958, el coro de voces judías que manifestó sus condolencias y su profundo respeto por el pontífice difunto fue abrumador. Voces como las de Golda Meir quien afirmó: «Compartimos el dolor de la humanidad por la muerte de Su Santidad Pío XII. En una generación afligida por guerras y discordias, él ha afirmado los altísimos ideales de la paz y de la piedad. Durante el decenio del terror nazi, cuando nuestro pueblo sufría un terrible martirio, la voz del papa se elevó para condenar a los perseguidores y apiadarse de sus víctimas.»
Antes de su muerte son también clamorosos los testimonios de Albert Einstein: “Sólo la Iglesia permaneció de pie y firme para hacer frente a las campañas de Hitler para suprimir la verdad” (Time Magazine, 23 de diciembre de 1940).O la conversión al catolicismo del Gran Rabino de Roma, que pasó de ser Israel Anton Zoller a Eugenio Pío Zolli, nombre que tomó en honor de Eugenio Pacelli, es decir, Pío XII. A nadie le quedaban dudas de que Pío XII había sido un hombre que plantó cara al nazismo y salvó, ya sea directamente o a través de instituciones de la Iglesia, a miles de judíos de sufrir el Holocausto.
El prestigio moral de Pío XII y con él el de la Iglesia estaba en su punto más álgido en 1958. Pío XII había sido un papa fuertemente anticomunista. A los comunistas no les convenía el prestigio del papa y de la Iglesia. En el año 2007 se supo que Nikita Kruschov había encargado a la KGB que elaborara un plan para desacreditar públicamente la figura del difunto pontífice. Fruto de ese empeño fue la obra teatral El Vicario, de Rolf Hochhuth, escenificado por primera vez el 20 de febrero de 1963 en Berlín. La obra se publicó en 20 idiomas. A partir de ese momento se reescribiría la historia de Pío XII. Fruto de esa ficción literaria, Pío XII aparecería como un papa pro-nazi y antisemita. Se calificaría su silencio prudencial de cobarde, y se cerraría su camino a los altares para no herir la sensibilidad judía. La vida y la obra de Pío XII habían sido deconstruidas, deconfiguradas, resignificadas. Lo que sus contemporáneos pensaban sobre él había sido sepultado por una ola de calumnias, ya nadie lo recordaba. Y es así, con esta profunda injusticia histórica, como nos encontramos hoy con la figura de Pío XII

Felizmente ya no hay KGB ni potencias comunistas que busquen desprestigiar a la Iglesia. Pero ahora nos enfrentamos a dos nuevos procesos de deconstrucción y resignificación que buscan reescribir la historia reciente de la Iglesia. Me refiero al empeño que se está poniendo, por parte de la “dictadura de lo políticamente correcto” por desprestigiar las figuras de san Juan Pablo II y santa Teresa de Calcuta.
También ellos, como en su momento el venerable Pío XII, murieron en medio de un coro abrumador de prestigio, reconocimiento y admiración. No podemos olvidar, por ejemplo, que al funeral de san Juan Pablo II asistieron más de 200 jefes de Estado y de Gobierno, fue la reunión más grande de jefes de Estado fuera de las Naciones Unidas. Se calcula que más de cuatro millones de personas peregrinaron a Roma para rendir honores fúnebres al pontífice fallecido. También asistieron multitud de líderes de diversas religiones que reconocían el papel y la importancia del papa. Es decir, se trataba de un coro abrumador que reconocía el valor de su vida y su importancia en la historia.

De la Madre Teresa de Calcuta se puede decir otro tanto. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1979, y fue reconocida por su labor caritativa y asistencial con “los más pobres de los pobres”, hasta el punto de pasar a ser una expresión coloquial el “ser tan bueno como la Madre Teresa de Calcuta”.
Pues bien, pasados unos pocos años, con lo fácil que la memoria cae en el olvido, y ante la ignorancia de las nuevas generaciones sobre el imponente legado de sus vidas para la humanidad, nos encontramos en medio de una persistente campaña de desprestigio. Se ha levantado el velo de la duda y de la sospecha contra san Juan Pablo II y santa Teresa de Calcuta. Se intenta reescribir la historia y olvidar el atronador coro de aprobación de sus vidas, que se manifestó al momento de su muerte. Es decir, poner en sordina lo que sus contemporáneos veían y reconocían con claridad. En el caso de san Juan Pablo II, desde líderes religiosos, jefes de Estado o el pueblo fiel, testimoniaron el valor de su vida, peregrinando para rendirle honras fúnebres, muchas veces con grandes sacrificios, pues suponía un largo viaje y una cola de muchas horas estar solo unos instantes frente a sus restos mortales.
¿Cómo ha sido posible esta reescritura de la historia? ¿Cómo se ha podido olvidar en tan poco tiempo -menos de 20 años-, lo que era tan evidente a sus contemporáneos? En realidad, ha sido posible por una cuidada “hermenéutica de la sospecha”, que lleva aparejada una injusta valoración de su actuación concreta. Me explico: con el paso de este breve tiempo, tenemos más elementos para valorar algunas de las acciones u omisiones del pontífice difunto. Tenemos más elementos de juicio de los que gozaba Juan Pablo II. Ahora hay cosas que se ven con claridad, pero que durante su pontificado no se veían nítidamente.
En el caso de san Juan Pablo II, se cuestiona su actitud ante los tristes casos de pedofilia clerical. Y haciendo una evaluación simplista y anacrónica de su conducta, se le califica como encubridor de pederastas. Dos son los casos que más pesarían en la conciencia del difunto pontífice: Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de Cristo y muy cercano a él, y el Cardenal Theodore McCarrick, arzobispo de Washington, elevado a esa sede por el mismo papa.

Es verdad que en ambos casos ya había, durante el pontificado de san Juan Pablo II, algunos rumores sobre la probidad de sus vidas. Pero eran eso, rumores, no algo evidente. El Papa, y con él una multitud grande de creyentes con buena fe -entre los que se encuentra el autor de estas líneas-, pensaba que se trataban de calumnias de envidiosos. La pederastia parecía algo innombrable y casi imposible, propia solo de un pequeño grupo de degenerados sexuales. No parecía posible que personas que habían producido maravillosos frutos eclesiales pudieran tener semejante vicio. La envidia por el éxito alcanzado parecía una explicación más razonable en esos momentos.
Es verdad que en ambos casos se trató de un error de apreciación fatal por parte del papa. Pero ese error era común y compartido por muchísimas personas, que de buena fe creían en la integridad de vida de estos monstruos. Otra cosa parecía descabellada, y sólo con el tiempo hemos descubierto, asombrados, la profundidad de la oscuridad del corazón humano. Pero para tener esa triste clarividencia han sido precisos el tiempo, las investigaciones de los periodistas y los pontificados de Benedicto XVI y Francisco. Juzgar a san Juan Pablo II con los datos y la información que tenemos ahora es, a todas, luces injusto.
El error de apreciación de san Juan Pablo II corrige una visión demasiado ingenua o simplista que de la fe y de los santos podemos tener: un santo no es alguien perfecto, que nunca se equivoca. Es, por el contrario, un ser humano común y corriente, con las limitaciones que ello lleva consigo, un hombre de su tiempo y de su contexto histórico, y lo que lo define no es su indefectibilidad -que no la tiene- sino su amor por Jesucristo y por los hombres. Amor por Jesús y por los demás del que tenemos evidencia documentada en san Juan Pablo II, por ejemplo, la grandeza de su gesto al perdonar a su injusto agresor Mehmet Alí Agca.
Pero sí, san Juan Pablo II se equivocó con Marcial Maciel, con Theodore McCarrick, con Marko Rupnik. No era infalible -la infalibilidad papal se refiere a otro género de temas-. Ahora bien, fue engañado como muchas más personas fueron engañadas. Pensábamos, de buena fe, que los hombres religiosos en principio son buenas personas, hasta que no se demuestre de modo contundente lo contrario. Ese era el “horizonte de interpretación” con el que funcionaba san Juan Pablo II, distinto del que tenemos ahora. Cabe hacer una precisión más. Hay un refrán que dice “el león cree que todos son de su condición”. Un defecto frecuente en los santos, y por tanto en san Juan Pablo II, es confiar demasiado en la naturaleza humana. Mirar al hombre con gran esperanza, esperando lo mejor de él. ¡Cómo nos sirve que nos vean de esa manera! Ayuda muchas veces a que salgamos del hoyo; que alguien confíe en nosotros nos motiva a hacer un esfuerzo y dar lo mejor de nosotros mismos. Pero, algunas veces, tristemente, tal consideración cierra los ojos a la realidad más miserable y oscura de la naturaleza humana. Los santos esperan mucho del hombre, los criminales se camuflan bajo esa ingenua confianza.

La deconstrucción de la imagen de santa Teresa de Calcuta es más miserable. Tiene menos elementos de donde agarrarse y se manifiesta de modo más claro su carácter tendencioso. Se objeta a la santa, en síntesis, lo siguiente: que sus centros de atención a los más pobres estaban muy escasos en medios de salud y de higiene (es decir, no tenían los medios propios de los hospitales en los países desarrollados). Que no tenían un claro y transparente manejo económico y que tenían una cuenta en el IOR (Banco Vaticano), famoso por su opacidad y sus escándalos económicos. Que en las tres veces que sufrió un serio colapso de salud, sus hijas, las Misioneras de la Caridad, no la internaron en una de sus casas de ayuda, sino se sirvieron de hospitales con los mejores medios técnicos para atenderla. Que mantuvo relación con dictadores. Que ofrece una espiritualidad en donde se exalta el papel del dolor.
Nuevamente nos encontramos ante un caso de “hermenéutica de la sospecha”, es decir, de una mirada torcida que busca encontrar necesariamente lo negativo en medio de lo positivo. Sobra decir que quienes hacen esas criticas no suelen tener ningún interés real en lo pobres, pues no hacen nada por ellos, sino sólo servirse de ellos para criticar a la santa. Sus casas de acogida son pobres, pues así es su carisma. Es dar cobijo al que no lo tiene, no ofrecer clínicas ni hospitales de última generación. ¿Qué lo segundo sería mejor que lo primero? Seguramente sí, pero no es su camino. Ellas, en cambio, viven pobremente entre los pobres. Y de ahí lo sibilino de la acusación de “malversación de fondos”. A diferencia de muchas ONG que se llenan la boca con los pobres y se la pasan en congresos internacionales, las Misioneras de la Caridad viven pobremente entre los pobres. Son ellas un pobre más. Por eso es del todo conocida la dureza de su vida, que no cualquiera es capaz de soportar.
¿Pueden señalar los críticos a los que les gustaría que tuvieran una mayor transparencia económica un uso indebido de los medios económicos? ¿Se han usado para comprar yates, jets, carros de lujo? No, no hay pruebas de ello. De lo que sí hay prueba, pero no se han empeñado en documentar los críticos, es de la dureza de vida que asumen voluntariamente las Misioneras de la Caridad, y que es conocida por todos los católicos que alguna vez, voluntariamente, van a prestar ayuda en sus centros de acogida.
La relación que tuvo con dictadores está en directa proporción con su deseo de abrir casas de las Misioneras de la Caridad en los países gobernados por ellos. La Madre Teresa no apoyaba esas tiranías, simplemente negociaba con ellas, dado que eran la autoridad en aquel momento, para poder tener presencia en esos países. No tuvo más relación o amistad con ellos, de la que tuvo con las autoridades civiles de otros países con acendrada tradición democrática.
Lo de la “espiritualidad del dolor”, que se ha llegado a calificar como “espiritualidad de la crueldad”, es una injusta incomprensión del sentido sobrenatural que la santa le otorgaba al dolor, como medio de purificación humana y de identificación con Cristo. Para una cultura hedonista esto resulta escandaloso. Sin embargo, esa lectura es claramente tendenciosa: la santa no buscaba el sufrimiento de las personas que acudían a sus centros de acogida. Procuraba mitigarlo, haciendo uso de los escasos medios que tenía a su disposición, pero les enseñaba a los sufrientes a encontrar un sentido espiritual de su sufrimiento. Es decir, no infringía un sufrimiento mayor a las personas, no evitaba poner los medios para evitarlo, sino que enseñaba a darle un sentido espiritual al dolor que no se podía evitar. Al hacerlo así, invitaba a sobrellevarlo, mostrando una luz de esperanza y de felicidad en esa experiencia doliente. No es que se negara a aplicar morfina para que el enfermo con cáncer terminal sufriera más, sino que enseñaba a contemplar el sufrimiento de forma novedosa cuando no se disponían de los medios para evitarlo o esos medios eran insuficientes.
Curiosamente un tema que no perdonan los que hacen la selectiva relectura de la vida tanto de san Juan Pablo II como santa Teresa de Calcuta, es su postura firme en lo que respecta a la moral sexual católica. En este aspecto sí hay algo de congruencia, porque tampoco se lo perdonaron en vida de estos dos santos. Es natural que una cultura hedonista rechace las fuertes exigencias de la moral católica. La piedra de escándalo es su negativa al uso habitual del condón como medio para hacer frente a la epidemia del SIDA. Pero lo plantean como si tanto Juan Pablo II como Teresa de Calcuta fueran los responsables directos de la pandemia de SIDA en el África Subsahariana, lo cual es, a todas luces, una exageración. Ellos simplemente ofrecían un modelo de moral más elevado, que quienes tienen un género de vida libertino, no pueden sino repudiar. Y nada más, se trata, simplemente de un rechazo a una moral más elevada, y ambos santos, en el cielo, se sentirán honrados de ser rechazados por su fidelidad al Evangelio en materia sexual.
No nos queda a los católicos y a los amantes de la verdad, sino hacer un esfuerzo para crear conciencia, de forma que la verdad no sea tristemente manipulada por motivos ideológicos, y se reconozca así el valor imperecedero de la vida de ambos santos. Es verdad que las críticas nos han ayudado a tener una visión más matizada de la verdad, de forma que el entusiasmo por sus logros no empañe nuestra conciencia de sus errores. Pero esos errores los tuvieron por humanos, no por santos. Los santos son hombres de su tiempo, que toman decisiones con los elementos que tenían a mano, no es justo juzgarlos con los elementos y la perspectiva que sólo otorgan los años.
muy interesante artículo, difundir lo santo de los santos hoy y siempre
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