Francisco publicó recientemente una carta sobre la “importancia que tiene la lectura de novelas y poemas en el camino de la maduración personal” (n. 1). Como él mismo indica, pensó originalmente en la formación de los futuros sacerdotes, pero rápidamente cayó en la cuenta de que lo que dijera al respecto era válido para cualquier cristiano normal. Indudablemente, la lectura enriquece profundamente la visión de la realidad de cualquier persona: “la literatura expresa nuestra presencia en el mundo, lo asimila y lo «digiere», captando lo que va más allá de la superficie de la experiencia; sirve entonces para interpretar la vida, discerniendo sus significados y tensiones fundamentales” (n. 32).
El documento no deja de tener un carácter sorprendente y novedoso: “¡el Papa invitándonos a leer!» Tiene sentido, desde el momento en que la Iglesia presume de “ser experta en humanidad”, que no clausuremos, sino todo lo contrario, uno de los principales canales que conducen al centro de la “humanidad”, como puede ser la literatura.

El texto de Francisco llama la atención por lo que dice, por a quién cita, y por lo que no dice. En efecto, Francisco parece dejar atrás las clásicas reticencias sobre lecturas que puedan considerarse contrarias a la fe y a la moral. Ni una palabra al respecto, de la autoridad que en el pasado promulgara la “Lista de libros prohibidos”. Ahora, más que prohibir, se trata de fomentar el hábito de la lectura. Ciertamente no se pueden ignorar los peligros -forman parte de la naturaleza humana caída- que la lectura de ciertas obras puede producir para la fe. Es un dato histórico el hecho de que muchas personas han perdido la fe leyendo. Pero es como si el Papa obviara esa dificultad para fomentar la lectura. El problema actual no es que la gente lea obras contrarias a la fe y a la moral, el problema actual es que la gente no lee. Y de esa gente vienen las vocaciones al sacerdocio. Indudablemente tendrá una cultura limitada y una pobre experiencia en “humanidad” el que acceda al sacerdocio exclusivamente con una cultura forjada a base de interactuar con las redes sociales y no con los libros.
Francisco va desglosando los elementos que hacen invaluable a la literatura para la vida personal y para la misión de la Iglesia. Primeramente, deja muy claro que “el acceso al corazón del ser humano a través de la lectura” (n. 4). Es un camino para ir al núcleo más íntimo de la persona humana. A la vez, “cada uno encuentra su propio camino en la literatura” (n. 7). No hay, en consecuencia, una lista de lecturas válidas para todas las personas, cada quien debe forjar su camino en este tema. Sin embargo, el Pontífice es prudente y nos anima a seleccionar nuestras lecturas, “dejándonos aconsejar” (n. 7). Aquí vendría a encontrarse un significativo punto de convergencia con otro Papa abierto a los desafíos de la cultura, san Juan Pablo II, que en su libro “¡Levantaos, vamos!”, nos recomienda: “Siempre he tenido un dilema: ¿Qué leo? Intentaba escoger lo más esencial. ¡La producción editorial es tan amplia! No todo es valioso y útil. Hay que saber elegir y pedir consejo sobre lo que se ha de leer.”

Para conocer el mundo que deseamos evangelizar necesitamos de la literatura: “para un creyente que quiera sinceramente entrar en diálogo con la cultura de su tiempo, o simplemente con la vida de personas concretas, la literatura se hace indispensable” (n. 8). De hecho, esa experiencia nos confiere la apertura de espíritu propia de un cristiano, más de un católico que, como su nombre lo indica, está llamado a tener un corazón universal: “Prefiero pensar que, siendo cristianos, nada que sea humano nos es indiferente” (n. 37). Y pocas cosas tan humanas como la literatura o la poesía.
La literatura enriquece, por una parte, nuestra comprensión de la revelación: “El contacto con diferentes estilos literarios y gramaticales siempre nos permitirá profundizar en la polifonía de la Revelación, sin reducirla o empobrecerla a las propias necesidades históricas o a las propias estructuras mentales” (n. 10). También agudiza nuestra mirada contemplativa: “Gracias al discernimiento evangélico de la cultura, es posible reconocer la presencia del Espíritu en la multiforme realidad humana, es decir, es posible captar la semilla ya plantada de la presencia del Espíritu en los acontecimientos, sensibilidades, deseos y tensiones profundas de los corazones y de los contextos sociales, culturales y espirituales” (n. 12).
Obviamente, nos ayuda a comprender mejor la cultura de nuestro tiempo, lo que representa una invaluable ayuda para evangelizarla: “la literatura es, pues, una «vía de acceso» que ayuda al pastor a entrar en un diálogo fecundo con la cultura de su tiempo” (n. 13). “Esta es la cuestión: la tarea de los creyentes, y en particular de los sacerdotes, es precisamente «tocar» el corazón del ser humano contemporáneo para que se conmueva y se abra ante el anuncio del Señor Jesús y, en este esfuerzo, la contribución que la literatura y la poesía pueden ofrecer es de un valor inigualable” (n. 21).
Ahora bien, indirectamente, la literatura ayuda tanto al sacerdote como al fiel corriente, a redescubrir un aspecto central de la fe: “que todos puedan encontrarse con un Jesucristo hecho carne, hecho hombre, hecho historia” (n. 14). Esa carne y esa historia toman cuerpo en gran medida gracias a la literatura. Por eso, “la literatura puede hacer a los futuros sacerdotes y a todos los agentes pastorales más sensibles aún a la plena humanidad del Señor” (n. 15).

Hay una misteriosa complementariedad entre la literatura y la fe. Lo expresa muy bien René Latourelle, citado por el Papa: “la literatura descubre los abismos que habitan en el hombre, mientras que la revelación, y luego la teología, los remontan para mostrar cómo Cristo viene a atravesarlos e iluminarlos” (n. 13). De hecho, siguiendo a Karl Rahner, Francisco desarrolla un misterioso y sugestivo paralelismo: “la afinidad entre el sacerdote y el poeta se manifiesta en esta misteriosa e indisoluble unión sacramental entre la Palabra divina y la palabra humana” (n. 44).
El mensaje de Francisco es claro, no es tiempo perdido, sino una inversión espiritual, gastar tiempo en leer novelas y poesía. Deben por tanto tener un lugar en la formación sacerdotal y en la de cualquier cristiano que aspire a evangelizar el mundo. Es preciso distanciarse un poco de las redes sociales, para acercarse a los libros.