En la actualidad nos enfrentamos a un fenómeno sociológico inquietante: el desinterés generalizado de los jóvenes por la religión. Con bastante frecuencia ya no forma parte de su mundo, de sus áreas de interés. No es una actitud reactiva, de rechazo, no es beligerante. Simple y llanamente no interesa, no forma parte de su ámbito vital. Una muestra de ello son las siguientes preguntas que me formularon un grupo de chicas de 16 años de un colegio de inspiración católica: ¿tiene sentido creer en Dios hoy? Frente a un ambiente anticristiano, ¿por qué vale la pena sostener mi fe? (sorprende, gratamente, que todavía la consideren algo propio). ¿Cómo hacerlo?

Hay que comenzar por el principio. Lo primero es determinar si existe o no existe Dios. Porque, si se responde negativamente, todo discurso posterior es superfluo. Un razonamiento bastante convincente para demostrar la existencia de Dios es el “argumento Kalam”, que únicamente presupone la aceptación del principio de causalidad, lo cual no es descabellado, pues es un supuesto implícito de todo desarrollo científico. El silogismo es muy claro: “Todo lo que comienza a existir tiene una causa. El universo a comenzado a existir -actualmente se acepta que el universo tiene unos 13,600 millones de años, y que no puede evadirse el problema del inicio absoluto del universo-, luego, el universo tiene una causa”. ¿Y cómo tiene que ser esa causa? No debe tener espacio, ni tiempo, debe ser infinitamente poderosa y eterna. Es decir, lo que solemos denominar “Dios”.

El segundo paso, más complejo, es determinar si se interesa por mí o no lo hace; si se interesa por la humanidad entera o no. La respuesta cristiana es que Dios sí se interesa por el mundo, tanto es así que se ha involucrado con la historia de la humanidad, dando lugar a la “historia de la salvación”, donde Dios interactúa con el hombre por medio de hechos y palabras. Finalmente, como dice san Juan, porque “tanto amó Dios al mundo que nos ha entregado a su Hijo”. En la locura del amor por la humanidad, Dios se hace hombre y muere en la Cruz para salvarnos. Por eso más tarde el mismo san Juan sentenciará: “Dios es amor”. El Dios cristiano es Amor y se interesa por todas las creaturas, especialmente por la persona humana, hasta el punto de hacerse uno de nosotros.

Trinidad de Andrei Rublëv

El tema de fondo es que, sin Dios, y particularmente, sin un Dios como el cristiano, la vida pierde sentido. Nos enfrentamos necesariamente a la siguiente alternativa: o Dios o el azar; o la razón amorosa en el origen y sentido de todo o, por el contrario, la sinrazón en el origen y el fin de la vida humana. Por eso, la pregunta por Dios es la pregunta por la esperanza. Sin Dios la “Esperanza con mayúscula” desaparece: al desdibujarse Dios del panorama vital se diluye la esperanza. La alternativa a Dios consiste en que somos unos seres surgidos por azar, sin ningún propósito y sin ninguna esperanza trascendente para la vida. “De la nada, en la nada, que pronto caemos”.

Hay una serie de alarmantes señales culturales que son manifestación inequívoca de la pérdida de la Esperanza trascendente (con mayúscula): la eutanasia, el descenso de los matrimonios y la caída de la natalidad. La eutanasia manifiesta la incapacidad absoluta del hombre, abandonado a sus solas fuerzas, de dotar de un sentido trascendente al dolor. La caída de la natalidad expresa, implícitamente, que la vida no se considera un gran bien, más bien, muchas veces, parece una amenaza. De fondo, incluso, pareciera que tener la capacidad de dar vida -privilegio exclusivo de la mujer-, se considera más una amenaza que un don, y la vida misa como un castigo, en lugar de una bendición.

La segunda pregunta: Frente a un ambiente anticristiano, ¿por qué vale la pena sostener mi fe? No sobra la pregunta. ¿Vale la pena? ¿Vale la pena el esfuerzo, el sacrificio, la renuncia? En realidad, esta pregunta esconde otro inquietante síntoma de nuestro tiempo: la pérdida de los ideales. Ya no se tienen ideales, de forma que no se considera -en líneas generales- que valga la pena nada. No hay justificación para la renuncia, el sacrificio, el esfuerzo. No sólo Dios, sino ningún valor. Y esto es dramático cuando se da en personas jóvenes -como quienes me planteaban esta pregunta-, porque la juventud tradicionalmente era la etapa de los grandes ideales. Ahora, no es extraño que los jóvenes estén de vuelta. Hace no mucho, por ejemplo, una chica universitaria me confesó que ya no creía en el amor, se había convencido de que su lugar lo había ocupado, definitivamente, el sexo, y lo decía con desengaño y tristeza. Es necesario redescubrir los ideales nobles y grandes, por los que vale la pena dar la vida. Recuperar la capacidad de tener ideales, ideas nobles, valores, que merezcan esfuerzo, sacrificio, pero que le dan sentido a la vida, sabor al diario existir.

Fe

Un segundo motivo por el que la fe vale la pena el esfuerzo estriba en que la fe, finalmente, es algo que perdura en el tiempo. El rechazo o la indiferencia frente a la fe finalmente es una moda, y como toda moda, es algo pasajero. La moda pasará con el tiempo -más grande o más breve, sólo Dios sabe-, pero la fe continuará a lo largo de la historia. El compromiso por la fe es compromiso por una realidad más grande, en la medida en que resiste el paso del tiempo, verdadera criba de toda realidad humana. ¡Cuántas teorías, ideologías y poderes mundanos han pasado, mientras la fe sigue presente en el mundo a pesar de los pesares!

Un tercer motivo es por amor a la humanidad: anunciar la feliz noticia de que somos hijos de Dios y de que Dios dice, a cada persona humana: “es bueno que tú existas”. Finalmente, por ser inconformistas, descubrir el vértigo y la aventura, el atractivo en definitiva, de ir contracorriente.

¿Cómo hacerlo? Pienso que esta es la pregunta más difícil. ¡Ya me gustaría tener la receta que remediara la aguda crisis religiosa que padece la humanidad! Pienso que sería pretencioso ofrecer mi propia respuesta. Prefiero seguir el consejo de san Bernardo -retomado por Isaac Newton- y ser «como un enano a espaldas de gigantes”. Yo no tengo la respuesta, pero puedo preguntársela a cuatro testigos de nuestro tiempo.

El primero es san Josemaría, al que gustó mucho una frase: “cada caminante siga su camino”. En realidad, aplicada al contexto que nos ocupa, quiere decir que “no hay caminos hechos para nosotros, los haremos nosotros mismos al golpe de nuestras pisadas” (parafraseando al mismo santo). Cada quien tiene su modo propio de vivir la fe y puede encontrar el mejor camino para transmitirla de forma atractiva a quienes conviven con él.

El segundo es Benedicto XVI, que consideraba cómo la misma clave que propició el desarrollo exponencial de la Iglesia en el siglo I, sería la que le devolvería la vigencia en el tercer milenio. Su receta tiene tres ingredientes: la confesión en el Dios único de la razón, el carácter universal, abierto a todos, de la religión y, por último, todo ungido con el suave bálsamo de la caridad y la misericordia. Se predecesor, san Juan Pablo II, consideraba que los apóstoles contemporáneos debían ser “expertos en humanidad”. ¿Qué quiere decir eso? Conocer muy bien el mundo y las situaciones de nuestros semejantes, para hablar el mismo lenguaje. Así, por ejemplo, si el lenguaje es virtual, servirnos del mismo en nuestro diálogo con los habitantes del “continente digital”, con los “nativos digitales”.

Por último, me serviría de la consigna del beato Álvaro del Portillo: Poner un particular empeño por “hacer amable la verdad”, es decir, no convertir en odioso a lo bueno. Esto significa, muchas veces, hacer hincapié más en lo que nos une que en lo que nos separa. En este sentido, el Papa Francisco es un maestro de hablar al mundo en su lenguaje de las cosas que le interesan, para ayudarle a redescubrir el rico bagaje de la tradición cristiana. Un ejemplo concreto puede ser enarbolar la bandera de la ecología, o la de la defensa de la mujer, desde perspectivas propiamente cristianas. Es decir, recuperar la iniciativa en el gran debate contemporáneo.